EL IRREFRENABLE DESEO DE LEER
Leo, luego existo

Purgatorio de Tomás Eloy MartinezLa Logia de Cadiz de Jorge Fernández DíazTenemos que hablar de Celia DosioPor: Luis Majul. ¿De dónde sacás tiempo para leer?- me preguntó un colega que trabaja en la mesa de La Cornisa radio. Discutíamos en el aire, apasionadamente, sobre un estudio que apareció esta semana y sostiene que quienes ven menos televisión son más felices. O mejor dicho: menos infelices.

¿Cuándo?

Vuelvo el tiempo apenas para atrás. Acomodo las horas. Y confirmo: leo después de cenar y antes de dormir. Leo también inmediatamente después de llegar a casa, una vez que termina La Cornisa radio turno tarde. Leo por lo menos dos veces por semana después del almuerzo y antes de una brevísima siesta. Leo durante el fin de semana, a cualquier hora. Donde me encuentre el irrefrenable deseo de leer.

Hace un par de semanas, me leí de un tirón Tenemos que hablar (Plaza y Janés) , la primera novela de Celia Dosio, basada en el encuentro de tres amigas cuyas vidas se transforman el día que les llega la invitación para festejar los diez años de egresadas del colegio. Tenía una doble curiosidad: ingresar al mundo de las mujeres de treinta y pico y confirmar la amenaza del hipercrítico Juan Terranova, quien vaticinó: “mi mujer escribe mucho mejor que yo, además de ser más linda”.

El relato de Celia me atrapó desde el principio, me divirtió a veces y por momentos me dio la sensación de carecer de cierta profundidad. O para ser justo: quizá las mujeres se vuelvan más profundas, reflexivas y deliciosas después de los treinta y cinco, o incluso de los cuarenta. En fin. Me quedó un gustito rico, pero la porción era pequeña y para mi gusto le faltaba cocción.

Prócer

No había terminado Tenemos que hablar cuando la gente de Alfaguara depositó en mis manos las galeras de Purgatorio, el nuevo libro de Tomás Eloy Martínez, segundo en la lista de los más leídos en la categoría novela, cuento y poesía que publica todas las semanas ADN.

Me abalancé sobre la novela. Se trata de un trabajo que el mercado esperaba con ansiedad. Y supongo que los lectores también. Conozco a Tomás desde hace muchos años cuando lo vi entrar como un prócer en la redacción de El Periodista de Buenos Aires. El acababa de entregar los originales de Santa Evita, que se empezaron a publicar en la revista por capítulos. Yo era el último colaborador, y lo miraba desde abajo, igual que hoy. Lo miraba con admiración y envidia: como admira y envidia un periodista a otro que es capaz de informar y opinar con autoridad pero también de hacerte viajar hacía lugares terribles y fantásticos en la nave mágica de la ficción.

Un día del año 1992 levanté el teléfono de mi primer departamento propio, en la calle Bolívar, al lado de la agencia TELAM, y me encontré con la agradable voz de Tomás. Me contaba que había terminado de leer Los dueños de la Argentina, y que lo había sorprendido para bien. Es cierto: fue menos efusivo que al elogiar la comida del catering que para el casamiento de uno de sus hijos preparó mi mujer, María China Conte Grand, pero sus generosas palabras, aún después de muchos años, me sirven para entender porqué todavía quiero escribir otro libro de investigación periodística.

Purgatorio es una novela efectiva que seguramente continuará al tope de la lista de best sellers durante mucho tiempo. Se trata de la búsqueda desesperada y delirante de una mujer, hija de un hombre clave e influyente durante la dictadura militar, de su marido, Simón Cardoso, detenido y torturado días después de haberse casado. Treinta años más tarde, Emilia Dupuy lo encuentra, con la fisonomía de cuando desapareció, en Nueva Jersey, donde ella  (y también Tomás, en la vida real) vive.

Lo mejor que tiene este apasionante trabajo es quizá lo que menos me atrajo. Porque mezcla en dosis exactas y bien equilibradas dictadura y memoria, realismo mágico y episodios grabados a fuego en el recuerdo colectivo, como el robo de la capa de la reina Sofía y la organización del Fondo Patriótico para los soldados de la guerra de las Malvinas.

Purgatorio no se puede dejar de leer. Desde las primeras páginas se vislumbran, mezclados entre los recursos del narrador, los hilos de la marioneta que suele usar Tomás Eloy Martínez para atrapar al lector más temprano que tarde.

Cosa seria

He disfrutado, por momentos, el texto de Tomás. Pero mucho más estoy gozando con La logia de Cádiz (Planeta), de Jorge Fernández Díaz, una novela de aventuras basada en documentos históricos que cuenta, en un lenguaje delicioso y sorprendente, algunas batallas reales y otra vitales en la existencia de José de San Martín. Un trabajo que te deja sin aliento desde el primer capítulo con la escena del encuentro de miradas entre Napoleón y el propio San Martín hasta el diálogo final entre El Libertador y Balzac.

Lo de Jorge es una cosa seria. Periodista riguroso y a tiempo completo, editor pulcro e inventor y hacedor de ADN Cultura, autor de Mamá, El dilema de los próceres, Fernández y Biografía no autorizada de Bernardo Neustadt, el tipo se las arregla para laburar en una redacción hasta cualquier hora de la noche y al mismo tiempo meterse para adentro y seguir escribiendo libros que quedarán en la memoria.

Fernández Díaz es valorado y admirado por gente que no suele regalar adjetivos, como Tomás Eloy Martínez, José Pablo Feinmann, Jorge Lanata, Martín Caparrós y Arturo Pérez Reverte. Supongo, también, que debe ser envidiado por muchos de sus pares, quienes cada tanto se preguntarán, sin hacerlo público: “¿Cómo puede ser que este tipo con el que me cruzo en la máquina de café y corrige los títulos sea leído, admirado, reconocido, y encima venda libros y cobre derechos de autor?”

A favor y en contra

Muy cerca del escritorio de Fernández trabajan otros dos colegas. Se llaman Diego Cabot y Francisco Olivera y me acaban de enviar, con una linda dedicatoria incluida, un ejemplar de El buen salvaje, Guillermo Moreno, la política del garrote (Sudamericana). Los autores de Hablen con Julio, la biografía no autorizada de Julio De Vido. Me lo entregaron el viernes 21 de noviembre, por la mañana. Me falta leer dos capítulos. Son breves, y estoy seguro que lo terminaré antes o después del doble que jugarán Nalbaldian y Calleri frente a Verdasco y López por la final de la Davis que se está disputando en Mar del Plata.

El Buen Salvaje tiene y le falta lo mismo que tenía y la faltaba al primero. Tiene la información básica para quienes sienten curiosidad por conocer detalles de este personaje de caricatura y la falta información nueva, más allá de lo que de una manera u otra apareció en los diarios, en los portales, o en los comentarios de Internet. Tiene a favor la valentía de meterse con gente acostumbrada a tomar represalias con los periodistas que los denuncian y lo investigan y tiene en contra el inconveniente de no contar con fuentes capaces de denunciar actos de corrupción con pruebas.

No quiero resultar antipático ni caer en el facilismo recalcitrante de afirmar que todo tiempo pasado fue mejor. Es más: recomiendo El Buen Salvaje con entusiasmo, en especial para los que no tienen tiempo de leer la letra chica de la política y los desaguisados kirchneristas. Pero extraño los libros gordos de investigación como Robo para la Corona, Malvinas, la trama secreta, o la biografía no autorizada de Rodolfo Galimberti. Textos que, cuando los terminás de leer, te producen una sensación de saciedad parecida a la del asado del domingo (con achuras, papas fritas, la carne, el vino y el postre).

Lectura salvadora

¿De dónde saco el tiempo y las ganas de leer?. La verdad que no lo sé. Y tampoco me quiero mandar la parte. Soy un lector desatento y desordenado. Entro a los libros por distintas puertas. La más interesante es la que me propone mi compañera después de criticar el libro que está leyendo o acaba de leer. Pero la puerta de ingreso más visitada tiene que ver con el autor. Y sólo cuando no me queda más remedio, ingreso porque me resulta curioso el tema.

Leo libros apasionantes y algunos no los termino. Leo el diario por necesidad aunque cada vez me parece menos necesario. Leo algunos textos de mis camaradas hipercríticos con placer literario.

¿Por qué leo? ¿Por qué sigo leyendo?. Leo para poder escribir el próximo libro en el que estoy trabajando. Leo para contrapesar la vacuidad de la televisión a la que también veo y en la que hace años trabajo. Leo para que mis hijos lean. Para que Victoria me envíe un mensaje te texto como el de ayer (“Papi: ya terminé el libro que me prestaste. Es una mieeeeeeeeerda”). Y leo también para protegerme del mundo exterior. De las capillas envidiosas y retorcidas. De los astutos colegas que hacen las llamadas necesarias para ganar premios, reconocimientos, designaciones e  invitaciones pero impostan todo. Desde sus trabajos hasta el tono y el volumen de su voz.

Leo para poder reirme de mi. Y también del periodista que escribió que durante la entrega de los premios de novela y ensayo Sudamericana-La Nación saludé con más ganas a Mirtha Legrand que a Pacho O Donnel, porque le resultaba más familiar esa postal exagerada que otra menos mediática pero más real.

Es decir: leo para ser menos infeliz. Y también, más feliz. Y la verdad es que a veces, diría unas cuántas veces, con un libro en la mano y otro en la mesa de luz, siento que soy feliz de verdad.

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