SOBRE LA INAUGURACIÓN DE UNA ESCUELA DE BOXEO |
Box en la 21 |
Por: Juan Terranova. En 1988, el sociólogo francés Loïc Wacquant se anotó en un gimnasio de Chicago y durante tres años formó parte del submundo del box en un gueto negro. En el 2006, Siglo XXI reeditó Entre las cuerdas, cuadernos de un aprendiz de boxeador, el libro que surgió de esa experiencia. Allí se puede leer: “Ante todo, el gym aísla de la calle y desempeña la función de escudo contra la inseguridad del gueto y las presiones de la vida cotidiana. A modo de santuario, ofrece un espacio protegido, cerrado, donde uno puede sustraerse a las miserias de una existencia vulgar y a la mala fortuna que la cultura y la economía de la calle reservan a los jóvenes nacidos y encerrados en el espacio vergonzoso y abandonado de todos que es el gueto negro”. Hace una semana, el librero y editor Pablo Braun, nos invitó al escritor peruano Santiago Roncagliolo y a mí a la inauguración de una escuela de boxeo en la villa 21, una iniciativa de la Fundación Temas. El sábado 8 de noviembre a las once de la mañana chicos y chicas de todas las edades llenaron el gimnasio que ya venía funcionando desde hacía por lo menos un mes. El ring y las bolsas Everlast relucían. Uno de los dos profesores a cargo del gimnasio, serio y fornido, me dijo: “En muy poco tiempo hicimos progresos increíbles”. La idea había surgido del libro de Wacquant. |
Gimnasio nuevo
Aunque el gimnasio queda en la parte más vieja del asentamiento, lo que antes era la 24, donde casi no hay casas de chapa, cambiamos de auto para entrar. La droga y los “fisuras del paco” se ven más en los corredores del otro lado. El gimnasio está construido en una esquina, al lado de un comedor que atiende unos doscientos chicos, una salita odontológica y una biblioteca, lugares donde no sobra nada pero todo está muy bien cuidado. “Acá el dentista llegó a hacer cinco tratamientos de conducto en una sola boca” nos explicaron. El sutil diseño del gimnasio pertenece al arquitecto Jorge Mazzinghi que ganó un concurso con una idea que se fue modificando. “Habíamos pensado más cosas. Teníamos un tragaluz en forma de raja en el techo pero lo sacamos porque era más fácil así y por miedo a los piedrazos”. El proyecto se concretó rápido pero muy a pulmón. La mano de obra la puso una cooperativa de la misma villa. Atrás del gimnasio, una carpeta de cemento alisado y dos arcos de caño forman la canchita. “A esta no la podíamos tocar” me comentó Santiago, que está en la comisión de la escuela.
Mano a mano
El acto de inauguración empezó cuando Paz Ochoteco, la directora ejecutiva de la Fundación, micrófono mediante, remera blanca con la cara de Monzón, describió el proyecto y agradeció a una larga lista de gente. Después, Fabián, otro de los profesores a cargo, presentó a algunos de los chicos que ya entrenan en el lugar. Hubo un poco de pera, un poco de guantes entre chicas y después subieron dos pibes adolescentes a mostrar algunos movimientos. “Al del 34 en la espalda no lo pierdas de vista” me dijeron. Para entrar al ring se tuvo que sacar la gorra con el signo dólar en dorado. Se hizo un silencio y enseguida se escuchó el sonido de los golpes, los pies zumbando en el suelo, hasta que una mujer gritó: “Pegálo en los ojos”. El público se rió. El dato era bueno: el del 34 en la espalda estaba picante. Era evidente que el otro pibe, por técnica y mesura, se parecía más a lo que uno imagina como un boxeador, pero el 34 se contenía. Trasmitía la felicidad de estar en el ring, de llamar la atención, de tener algo que nadie tiene. “¿Sacamos algún campeón de acá?” pregunté cuando terminó el round amateur de dos minutos y aparecieron las empanadas. Me respondieron de manual, que era para brindar contención, abrir un horizonte nuevo, generar lazos, que los pibes entre trece y veintitrés evitaran la marginalidad. “Sí –pensé–, pero si tienen seis como el 34, este lugar se vuelve mítico en cinco años”.
Mejor que el FILBA
Antes de irnos, le pregunté a Braun y a Roncagliolo si alguno se animaba a hacer un round. Se rieron. Cuando insistí, elaboraron una larga teoría que incluía raras adscripciones al budismo y aire de pacifismo intelectual. Me quedé con las ganas. Mientras tanto, un grupo de pibitos había tomado el ring para transformarlo en la versión cimarrona de 100% Lucha. El libro de Wacquant es un clásico de la sociología. Seguramente en los gimnasios de Chicago también se metía cada tanto un cusquito y los encargados lo echaban. Lo que no creo es que hubiese tantos niños. Cuando estábamos saliendo pensé que había que escribirle a Wacquant y contarle lo que había pasado. Antes, le había dicho a Braun que lo quería entrevistar por lo del FILBA, donde está en la coordinación general, y él me dijo: “¿Por qué no escribís sobre esto mejor?”. Acepté la sugerencia.
Acá, algunas fotos de la inauguración.
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