Por: Juan Terranova. A mediados de los años 90, cuando lo empecé a leer, Rodolfo Walsh era presentado como abanderado de los Derechos Humanos, no necesariamente por las cátedras universitarias, pero sí por los militantes de izquierda y una buena parte del periodismo. Operación masacre entonces llegaba con una impronta reivindicatoria, fuerte, casi justiciera. Era el documento de las letras triunfando sobre el crimen, el Logos que se imponía a la brutalidad de la fuerza. Luego, uno empezaba a leer y a rastrear algunas puntas y las cosas se enturbiaban. Walsh, desparecido por la última dictadura, intelectual y mártir, escribía, en realidad, sobre los levantamientos de Valle, sobre la resistencia peronista, sobre un fusilamiento lleno de equívocos. Y cuando uno seguía el libro a lo largo de sus reediciones, el mismo Walsh iba intentando ofrecer otras lecturas sobre lo que había escrito. Operación Masacre entonces surgía rodeado de una niebla que había que disipar. Sí, el principio de la no-ficción en la Argentina, está bien, pero ¿cómo? ¿Dónde? ¿Desde qué posición política? Truman Capote escribió, un par de años después, un drama policial íntimo, que solamente tocaba los abusos del Estado desde una controvertida pena de muerte. Por eso, A sangre fría y Operación masacre siempre me resultaron libros diferentes, casi opuestos. A sangre fría se dejaba leer sin problemas, era y es un libro liso, que solo acepta el adjetivo “genial”. Mientras que había, y siguen habiendo, muchos hilos sueltos alrededor del tejido de Operación Masacre, un libro complejo, como una cebolla, lleno de capas, leído siempre de forma fragmentaria.
|