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Por Juan Terranova. Lunes. Escribiendo un prólogo para unos cuentos de Güiraldes doy con la carta, famosa, donde Sarmiento le pide a Mitre que no economice sangre de gauchos. Quizás la carta no sea famosa y lo “famoso” sea la frase. Pero todo el párrafo vale una segunda lectura: “No trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de seres humanos. Recuerde el incidente que nos puso en desacuerdo en Valparaíso la primera vez que nos vimos, y compare los sucesos, en su obstinación y lógica.” El final con “obstinación y lógica” para esa sangre me resulta insuperable.
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Por Juan Terranova. Lunes. Por Mercado Libre compré Soy Roca de Félix Luna. Qué desilusión que sea apenas una novela. Pero eso no es lo que más descoloca al lector ingenuo. Está escrita como un largo monólogo estilizado. ¿Por qué hablaría uno de los hombres fuertes de la historia Argentina con los gestos y las maneras, con el pathos, de un historiador liberaloide del siglo XX? La mezcla de capas desconcierta. ¿Quién habla realmente? Soy Roca. Soy Luna. ¿Soy roca lunar? Así las cosas, se podría presentar una versión de El Aleph protagonizada por Julio Argentino. El pomposo Daneri sería Eduardo Wilde. En uno de los momentos cruciales del relato el general, melancólico, se acercaría al piano y al magnético retrato de su amada y diría: “Guillermina, Guillermina María, Guillermina María de Oliveira Cézar, Guillermina querida, Guillermina perdida para siempre, soy yo, soy Roca.” Algo perdieron nuestros héroes cuando pasamos del XIX al XX. ¿Cómo vendrá el gran remix del siglo XXI?
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Por Juan Terranova. Sábado. Mi hija dice que sería lindo tener un oso polar en la casa, hacerle mimitos, decirle: "¡arre caballo!". Un oso y un lobo. Cuánta melancolía la del hombre-lobo. Los de nuestra condición sabemos que somos un peluche violento, un desclasado del amor. “Amo demasiadas cosas. Debería amar todavía más” decía Canetti. Cuando Cat Power le canta al hombre-lobo dice que “he don't even break the branches” y después lo ve llorando. La canción es de Michael Hurley pero me gusta más la versión de Cat. Una gata cantándole al emperrado con misericordia. Hay cosas que solo se pueden aprender de grande.
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Por Juan Terranova. Sábado. Me voy al campo por el fin de semana largo. Mi idea es dar una vuelta larga pero no logro alejarme. Sobre el borde de la ciudad, desde donde todavía se puede llegar con facilidad a los nudos de autopistas y a centros semiurbanos pienso en la intensa relación de Buenos Aires y sus habitantes con la lengua. Psicoanálisis, oralidad, taxistas, escritores, publicidades, radios, bibliotecas, lectores, internet, refranes, pantallas, violencia, teléfonos, universidades masivas, escritores, actores, todos diciendo, todo el tiempo. Todo es silencio y practicidad, salvo esa ciudad, atragantada del goce de la lengua. Dentro de ese esquema hiperyoico, Italia es la mejor provincia posible. Esquemas de esquemas.
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Por Juan Terranova. Domingo. Un granjero holandés le construyó un tobogán de agua y barro a sus cerdos. “Se cree que los animales felices dan mejores productos” dice el copete de la nota que informa sobre la granja.-parque-acuático. Los cerdos divertidos chocan contra el eufemismo “productos”, o sea, la carne del cerdo feliz. La idea tiene algo del verso famoso de Emerson “When me they fly,/ I am the wings;/ I am the doubter and the doubt”. Soy el que duda y soy la duda, soy las alas con las que escapás volando de mí, soy el tobogán de plástico amarillo, soy el barro y soy el cerdo feliz que se desliza hacia su destino de sangre y producto.
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Por Juan Terranova. Domingo al mediodía. A veinte minutos de Resistencia, visitamos un barrio de pescadores. Es un lugar pobre lleno de casuchas de chapa y ladrillo a la vista con carteles que dicen “vendo pescado”. Preguntamos si podemos comprar para comer y no nos entienden. ¿Para qué es el pescado si no es para comer? Explicamos que queremos comerlo ahí. No logramos nada. No hay pescado. Ni crudo ni cocido. Tiene los carteles. Nada más.
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Por Juan Terranova. Lunes. Terminaron las vacaciones de invierno. En mi agenda dice que hoy se cumplen treinta años de la muerte de Luis Buñuel. Escribo una breve nota para recordarlo y en vez de hablar de sus películas, de sus excelente y reveladoras películas, me detengo en la carta que le escribieron con Dalí a Juan Ramón Jimenez. Es una carta muy buena.
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Por Juan Terranova. Lunes. ¿Cómo afecta a nuestro temperamento, a nuestra psiquis, el hábito de la lectura? ¿Leer nos hace más pacientes, nos ayuda a relativizar las cosas y los personajes del mundo? También es muy probable que ejerza una fuerza en contra de nuestra ejecutividad. Una vez más, el discurso de las armas y las letras. Pero sin entrar en esa dicotomía, experiencia versus acción, que muchas veces es demasiado porosa, quedándonos del lado de los libros, leer es una actividad que nos modifica. Ahora leo Güiraldes, por ejemplo, y siento que hay una parte de mí que se aleja.
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Por Juan Terranova. Lunes. Patricio Erb me manda una nota del 2010 donde Clarín dice que tenemos otro cerebro en el estómago. El titular es así: “ Un segundo cerebro funciona en la panza y dicen que regula emociones”. Salió publicada el 6 de noviembre del 2010. El copete: “Su red neuronal no elabora pensamientos, pero influye en el estado de ánimo y hasta en el sueño”. Todo es hermosamente asertivo. Copio un fragmento: “El pequeño cerebro que tenemos en las entrañas funciona en conexión con el grande, el del cráneo, y en parte determina nuestro estado mental y tiene un papel clave en determinadas enfermedades que afectan otras partes del organismo. Además de neuronas, en el aparato digestivo están presentes todos los tipos de neurotransmisores que existen en el cerebro. De hecho, el 95 por ciento de la serotonina, unos de los neurotransmisores más importantes del cuerpo, se encuentra en el intestino. Sin embargo, aunque su influencia es amplia, se deben evitar confusiones: el segundo cerebro no es sede de pensamientos conscientes ni de toma de decisiones”. El pequeño cerebro. No puedo más que creer en esto. La teoría del pequeño cerebro. Me animo, de hecho, a las confusiones que censura la nota. ¿Quién sospechó que alguien alguna vez, un amigo, un pariente, pensaba con los intestinos?
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Por Juan Terranova. Desde lo inicios de la modernidad la imagen sufrió a manos de la tecnología un movimiento de flujo y reflujo, ilusión y caducidad, decepción y amenaza. Antes, Platón había hecho dudar a Sócrates sobre la conveniencia de escribir, dejando deslizar cierta paranoia sobre el poder que surgía al fijar las palabras en escritura. Más allá de Gutenberg y la imprenta, la historia de la imagen y su soporte registra todo tipo de desconfianzas y tensiones similares, quizás más vertiginosas. Baudelaire acuso a la fotografía de paralizar al grabadista, aunque luego posó para una de los retratos más sugerentes de Gaspard-Félix Tournachon, más conocido como Nadar. El cine fue recibido como la revolución que, en un mismo movimiento, llegaba para unir narración e imagen y abolir las artes obsoletas del siglo XIX. ¿Quién iba a leer o contemplar un cuadro si podía ingresar por centavos en una sala y dejarse maravillar por el espectáculo de lo vivo? Algunas décadas más tarde, la televisión irradiada hacia los aparatos privados de la década del 50 fue señalada como verduga del cine. Los adelantos técnicos no se interrumpieron. Llegó el VHS para desafiar a la TV. Y después la TV por cable para cortar la relación de complicidad con la videocasetera. Y hubo más. El DVD. La conexión a banda ancha. El HD. Y mientras todos estos gadgets sumaban espacio y ampliaban nuestra percepción, los paralizados grabadistas de Baudelaire no se detuvieron en ningún momento. Hoy un videoclub –todavía existen– resulta más anacrónico que la pintura de caballete y los espectadores siguen llenando las salas de cine. Algo nos está diciendo esta proliferación tecnológica que parece no matar o cesantear, como quisieran algunos agoreros y ya infantiles teóricos del arte, sino multiplicar, sumar y apilar los soportes.