Por Adriana Amado - @adrianacatedraa Cuando los libros y los informes técnicos no me alcanzan para entender lo inexplicable trato de volver a las dos o tres cosas que aprendí de chica en un juego o en una canción, que son las tretas que tiene la cultura para enseñarnos cómo es la vida. Desde el anochecer del 2 de abril escuchaba en las radios los mensajes mortificados de los oyentes de La Plata gritando lo que los medios recién escucharon a la mañana siguiente y los funcionarios descubrieron solo después que lo vieron en los medios. Ahí quedarán las grabaciones que hablaban de las aguas catastróficas cuando quienes debían auxiliarlos suponían una lluvia de tantas. Les presté atención porque el miedo a las tormentas me quedó en los huesos después de pasar la infancia en un barrio que era Venecia cada vez que llovía, pero que nunca llegó a la tapa de Página 12 como tal porque queda cruzando el Riachuelo y nunca fue gobernado por “la derecha” porque siempre fue peronista. El susto me reactivó el mecanismo infantil con el que me defendía del terror del agua sucia del barrio industrial golpeando la puerta. Consistía en repetir un conjuro cualquiera que me permitiera creer que el agua no iba a pasar de la vereda. Y el lunes, angustiada por esos pedidos desesperados y desatendidos de tanta gente, se me vino a la cabeza “Piedra, papel y tijera”. “Piedra, papel y tijera”. “Piedra, papel y tijera”. Con los días me di cuenta de que nuestra catástrofe cíclica de las aguas está escrita en las reglas de ese juego.
Piedra rompe tijera
Los recortes arbitrarios que pusieron la plata acá y la sacaron de acullá quedaron delatados por el meteoro. Un funcionario a cargo de las cuestiones hídricas justamente había confesado hace unos años que “es mejor pagar indemnizaciones que hacer obras costosas” en un lapsus mucho más escandaloso que el de Mujica. Pero como devela la lógica perversa de nuestros administradores que cada tanto nos dejan bajo el agua o aplastados en un vagón, no mereció el repudio de nadie. No solo es más barato indemnizar que construir sino mucho más redituable políticamente. Según la métrica de pantalla con la que miden todos sus actos, tres días de funcionario entregando limosna y mostrando conmiseración en cámara rinden más que un rato de funcionario cortando cinta. Subsidios, resarcimientos, ayudas, caridades, son la comprobación reiterada del cinismo de un Estado que nos mira por el espejo retrovisor. Un Estado en donde todos revisamos la cobertura del seguro recién después que cayó la piedra.
Papel envuelve piedra
Cuando amainó la lluvia funcionarios, bomberos, militantes salieron a agradecer la solidaridad de los solidarios y el civismo de los cívicos. Gobernantes explicando lo bien que estuvieron a periodistas que los llaman para que desplieguen argumentos como que su municipio tiene equis cantidad de gomones, o que su destacamento cuenta con tantos camiones autobombas, o que su ministro tenía ciertos informes de diagnóstico y hasta algún proyecto listo para despachar en la bandeja de salida. Como si fuera un mal episodio de “Lost”, aparecen números que nadie entiende qué cosa justifican de la tragedia y por qué no lograron evitar tanto sufrimiento. Mensajes en papeles que se tiran sobre la humedad para que absorban rápidamente la desgracia. Con suerte no lloverá por meses, años, décadas, y la próxima desgracia tocará en otro lado, en el barrio de siempre. Ese que con dos gotas padece una inundación hasta el zócalo pero que no importa porque esa gente ya tiene compuerta fija en la entrada y los muebles prestos a ser levantados en cada tormenta. Son lugares cuya bravura los deja fuera de la cobertura mediática y entonces su inundación es una piedra envuelta en dos papeles, porque el desinterés periodístico cubre la desidia política. Envoltorios tan peligrosos como el paquete de la solidaridad de este pueblo maravilloso que vengo escuchando desde la guerra que recordábamos el día de la tormenta. En 1982 el envoltorio metalizado de los chocolates nos dejó un paquete de huesos revueltos en las islas que ahora se van a presentar en envoltorios individuales a sus respectivos deudos según anunciaban el mismo día que otros miles de huesos se calaban de desagües y descuido. Nadie ha logrado explicarme todavía por qué tanta solidaridad solo aparece en las tragedias y no puede ser puesta al servicio de evitarlas.
Tijera corta papel
Si no aprendimos, otra vez, que nosotros todos decidimos quién está a cargo de la tijera que recorta nuestros derechos, vamos a seguir pensando que cumplimos con nuestro deber cívico al acusar al cortador de turno. No se trata de sacarle la tijera por un rato sino de desgarrar el engañoso papel que los envuelve. De nada sirve henchirnos el pecho convocando a donar lo que nos sobra sin preguntar dónde está la lista de lo que se necesita. La solidaridad es tramposa cuando calma la culpa y, al igual que mis conjuros infantiles, nos convence de que nuestro voluntarismo ha doblegado, una vez más, la amenaza. Me hice adulta cuando comprendí que el hechizo no alcanza para evitar la próxima tormenta.