Por Adriana Amado - @adrianacatedraa Son tiempos de aclarar y mostrar antecedentes para expresar opiniones. Escucho por estos días un locutor que pasa en su radio micros donde lee notas que escribió hace años para demostrar que él es el mismo. Pienso qué nos queda a los que eventualmente aparecemos con alguna que otra opinión por ahí. Por las dudas y para no ser menos, hago un par de aclaraciones a los que lean esta columna acá y para que los que la leen más allá entiendan un poco el clima de opinión de estas latitudes, tan tormentoso y cambiante como el verano porteño. La primera aclaración es que soy ciclista militante desde mucho antes de que existieran en Buenos Aires vías exclusivas para transitar en ese vehículo. No son pocos los que pintan de color partidario la iniciativa de un alcalde que apenas si responde a la tendencia mundial de promover este sistema de transporte. Pero la bici no se mancha. La segunda se deriva de la anterior y me la sugiere un amigo que me acusaba de hacerle el juego a la derecha cuando le comentaba que afición al sistema público de bicicletas. Entonces aclaro que así como aprecio lo bueno del sistema, no tengo problemas en hacer públicas las críticas y las quejas. Lo que suelo hacer de inmediato por Twitter con copia al funcionario a cargo, que incluso llegó alguna vez a darme explicaciones del caso por la misma vía. Ambas son aclaraciones bobas producto de estos tiempos idiotas en que expresarse depara cuando menos unos cuantos insultos sino recriminaciones directas o pedido de pedigreé ideológico. Pero mi militancia por las dos ruedas merece que le ponga el cuerpo en una columna, como lo hago a diario en la calle. Cualquier ciclista porteño sabe que es verdad más que en cualquiera otra pasión eso de dar ¡la vida por la bici!
Ya sabemos que el respeto por la vida del otro no es una prioridad en nuestro sistema de tránsito. En general. Pero contrariamente a lo que suponen quienes me preguntan, el mayor riesgo del ciclista no es el automóvil ni los colectivos. La peor amenaza es el peatón. La mayoría no comprende que una flecha de ida y otra de vuelta significa doble mano, entonces suponen que un bólido humano de una media de 75 kilos a un promedio de 10 kilómetros por hora podrá detener el vehículo en centímetros con solo apretar la rueda con unas almohaditas de goma. Son los mismos que suponen que cruzarán más rápido la calle si esperan el semáforo sobre la calzada y que lo harán más rápido aun si ganan el metro de la ciclovía. Lamentablemente los timbres de la bicicleta no tienen la capacidad disuasiva que las bocinas de autos, que ya sabemos que es bastante poca, por cierto.
El otro impedimento es la geografía. Podría suponerse que la generosidad de las pampas nos ofrece un terreno plano ideal para el ejercicio del ciclismo urbano. Pero lo que ahorramos en subidas y bajadas lo tenemos ampliamente compensado con el equilibrio que demanda la diferencia entre el asfalto y la calzada de cemento, que suele ser de varios centímetros. Los intensos calores subtropicales de la ciudad sumados a la mala calidad del asfalto hacen que el desborde de brea que es imperceptible al rodado automotor sea mortal para la sensible rueda de la bicicleta. Al principio, cuando las ciclovías estaban vacías el problema se solucionaba circulando por la mano más cercana a la calle, que solo demandaba prudencia con los baches y esquivar los vehículos que no respetan ni el cordón separador más alto (he visto micros arremeter contra ellos, sortearlos o dejarlos triturados al peso de un doble piso completo). Nobleza obliga reconocer que hay tramos impecables, como el que une el centro con los parques de Palermo, y el recientemente reacondicionado de la calle Carlos Calvo, pero la mayoría es una carrera de obstáculos. Uno no menor es la tremenda cantidad de vidrios rotos que dejan las noches de juerga. Y desafiando el aforismo de José Narosky, por cada quien que arroja un vidrio a la calle, no hay nadie que lo recoja. Los van moliendo lentamente las cubiertas cuando no las dejan heridas de muerte.
Suerte que el viento en la cara y la alegría de ir viendo el cielo compensa los disgustos. Recién ahora algunos empiezan a aceptar con alguna simpatía mi afición ciclística aunque la incomprensión general se mantiene en lugares comunes que se repiten sin comprobación empírica. Uno no menor es que las ciclovías quitan espacio a las calles aunque ninguna de las existentes evita el paso cómodo de dos vehículos a la vez. Si eso no es posible, es siempre por los autos estacionados pero, claro, el conductor responde al espíritu corporativo y sus insultos recaen inevitablemente en la ciclovía y quien la construyó y quién la transita. Ni qué hablar de que solo en poquísimas cuadras la senda para bicicletas tiene una separación contundente que protege verdaderamente la seguridad del ciclista. Las que tienen un separador visual es como si no existiera con lo cual no se explica como una calle como Perón, que es la única que permite transitar del centro hacia el oeste y que es una vía lo suficientemente ancha y con calles paralelas que pueden elegir para transitar los autos con comodidad, no se decida a asignar a una ciclovía de doble mano, contundemente protegida. Como muestran las fotos tomadas en un viernes a media mañana (esto es, en un momento de mucho tránsito en la zona), vehículos descansan al lado de carteles con la prohibición de estacionar. Y las bicicletas se restringen a unos absurdos cincuenta centímetros a la izquierda señalados con pintura.
El vehículo mal estacionado tiene más tolerancia social que los que ponemos el cuerpo en el tránsito lleno de conductores mal llevados a los que sus innumerables faltas no les impide acusar a los ciclistas de desfachatados. No importa. Igual los ciclistas les seguiremos dejando a todos más espacio en los transportes públicos y más turnos libres en los médicos y los exámenes de colesterol. A diferencia de los que viajan amontonados en el subte, la brisa del andar evapora los sudores y refresca el humor del traslado. A diferencia de los automovilistas, respondemos entusiastas cuando en una esquina algún curioso nos pregunta algo, como cuánto nos costó la bicicleta o si puedo pedalear cómoda con falda y taco chino. La decisión de salir con nuestro vehículo nunca es la más fácil: requiere un acto de voluntad que no tiene el que toma taxi, y no deriva del automatismo del que va en colectivo. Pero llegamos de mejor humor a cualquier lado y por eso solo, la sociedad debería ser mucho más agradecida con nuestra obstinación por el pedal a pesar de los obstáculos del entorno. Aun así, seguiremos pedaleando para beneficio de la sociedad.