Por Adriana Amado - @adrianacatedraa
No levantes la cabeza. Ni se te ocurra mirarlos a la cara.
Vas a ser un esclavo hasta el día que te mueras.
Ya estás parado en tu propia tumba.
Así empieza la versión cantada de “Los miserables” (con disculpas por mi torpe traducción), esa obra de esos tiempos que resumimos con el primer eslogan moderno “Libertad, igualdad, fraternidad”. La novela nos viene a recordar que de eso, por entonces, había poco. Víctor Hugo, con Los miserables, como Steinbeck en el siglo XX con Las uvas de ira, ponen la lupa del arte donde el entusiasmo por las grandes causas no lo permite. La modernidad no ha acabado con nosotros. Los trenes, la máquina que resumía ese entusiasmo de la técnica al servicio del bienestar humano, nos recuerdan dos siglos después que las promesas de orden y progreso siguen incumplidas.
Un día más, un día más viejo. Es lo único que puede decir el pobre al final de la jornada.
En casa hay chicos para alimentar y tener un trabajo y una cama es un privilegio que hay que agradecer y bendecir.
Al final del día no queda más que seguir luchando porque cuando uno de nosotros tiene un problema, el problema lo tenemos todos
Valjean es un pobre que terminó diecinueve años preso por robar un pan para su sobrino. Javert, el oficial que tiene de su lado la ley y que no puede permitir que un delincuente, por menor que sea su delito, se burle del poder. La justicia, que apenas ayer, en diciembre, parecía no estar en condiciones de decidir la propiedad de una licencia de TV, tiene en sus manos la decisión de resarcir la muerte de 51 personas; resolver si otra fue asesinada por ser un testigo inconveniente; asistir a más de seiscientos heridos que perdieron pedazos de su cuerpo, de su trabajo, de su vida; y, por si fuera poco, proteger a todos los que viajamos en tren. La justicia de Argentina puede tardar 36 años o más, nos recordaron en vísperas del aniversario de la tragedia de Once. La justicia de Javert le había impuesto a Valjean 19 años de cárcel y 17 más de la persecución que cuenta la obra.
¿No escuchás esa gente que canta en la oscuridad?
Es gente que anda buscando alguna luz.
¿No escuchás a la gente? ¿No escuchás su rugido?
Eso es lo que se viene. Es la libertad. Es la recompensa para el justo.
¿Quién los va a acompañar? ¿Quién se anima a ponerse de este lado de la trinchera?
Eso que están cantando, ¿no escuchás?, eso es el futuro
Hace dos siglos la esperanza de libertad se abría con la democracia. Y la democracia venía con la política. Esa era la revolución. Los pobres no lo entendían porque no sabían. Tenían demasiada hambre. Los burgueses no entendían por qué los pobres no apoyaban la revolución. No entendían el hambre porque nunca supieron de ella. Las víctimas de hoy piden, por favor, que la política no manche su reclamo. La política les pide, por favor, que entiendan la revolución. Los políticos no entienden la lucha de vivir cada día como una epopeya. No entienden que la calle es una guerra. Y que somos muy crueles unos con otros. Que seguimos siendo unos miserables.
Hubo un tiempo en que soñaba que la vida era linda y que valía la pena.
Pero un día llegaron las fieras como truenos y me robaron la esperanza y convirtieron mi sueño en vergüenza.
Yo soñaba que mi vida iba a ser otra cosa. No este infierno.
Pero hay sueños que no pueden ser y tormentas que no podemos superar.
La vida terminó por matarme los sueños.
La novela de Víctor Hugo es demasiado larga para la escasa atención que podemos prestar por estos días. Si hasta un resumen cantado de dos horas y media fue calificado como demasiado largo por los que se dedican justamente a ver películas y comentarlas. La densa obra original estaba condenada a la biblioteca de unos pocos intelectuales si no hubiera sido porque alguien la reescribió en la narrativa de estos tiempos para que volviéramos a recordar que la injusticia social de la que hablaba sigue matando gente. No por acaso el musical fue escrito a fin de siglo pasado, cuando aparecían las primeras voces cuestionando el sistema económico y político que supimos construir en nombre de los derechos del hombre. Ustedes pueden decir que no les gustan los musicales, que prefieren los tiros de Django, o la docu-ficción de Bigelow y que el Oscar se lo va a llevar Lincoln. Yo prefiero los clásicos porque hablan de los universales, en el envoltorio que vengan. Hoy, como hace siglos, hay cosas que son demasiado difíciles de digerir si no vienen bellamente narradas.
¿Quién soy yo?
¿Puedo condenar a este hombre haciendo como que no tiene nada que ver conmigo?
¿Voy a poder verlo a los ojos? ¿Voy a poder verme al espejo?