A DIEZ MIL METROS DE ALTURA |
Viajar en la bandera |
Por: Adriana Amado. Todos sabemos que viajar en transporte público en Argentina es bravo. Cada tanto aparecen notas que muestran gente apiñada, empujada, demorada, maltratada en trenes, colectivos y/o subtes. Pero poco se habla de cómo se viaja en el transporte público aéreo. Podrán decir que no se puede comparar el lujo de tomarse un avión con la obligación de subirse al 136 todas las mañanas. Es cierto, pero también lo es que 1) los aviones se pueden tomar por trabajo, no sólo por el placer de viajar; y 2) una cosa es un servicio deficiente sobre cuatro ruedas con la posibilidad de bajarte en la esquina si la cosa se pone fea, y otra muy distinta es estar encerrada en una lata en sustentación sobre el Atlántico a diez mil metros de altura. |
Para colmo, unos te recuerdan todos los días que la aerolínea pierde $ 4,2 millones por día, y otros, con el mismo entusiasmo que es “de bandera”. ¿Será por eso que nos tratan como trapos? Porque si sufren los pasajeros imaginen los tripulantes que hace años que no le renuevan el uniforme y vienen poniéndole el cuero al polyester desde la anterior administración. Ahora que parece que hicieron records de vuelos, sería bueno que les cambiaran a las aeromozas esos zapatitos que acumulan tantas horas de vuelo y cambio de medias suelas. Viéndole no más los tacos vencidos se entiende de qué se trata eso de la fatiga de los materiales. Quizás con ropa nueva la tripulación volvería a sonreír, para tranquilidad del pasaje. Porque cualquiera que tenga cierta aprensión a volar sabe que los detalles son cruciales. Especialmente aquellos que delatan el recorte de gastos. Pero una cosa es cambiar el refrigerio en los vuelos locales por un budincito sin envoltorio entregado en mano. Y otra es ver los sacos gastados en los codos, las alfombras con manchas históricas, las instalaciones que acusan el paso del tiempo. Cruzás los dedos y pensás “Ojalá que la plata que se están ahorrando la inviertan en el mantenimiento del avión”. Ojalá.
Para colmo el viajero frecuente conoce que en otras aerolíneas (incluso las de acá nomás) los empleados atienden solícitos los pedidos aunque más no sea trayendo un vasito de agua y revisan maternales que estén los cinturones abrochados. Hasta parecen disfrutar de su trabajo. Más aun, en la mayoría de las aerolíneas el pasajero puede distraer la tensión de a bordo con un rico sanguchito o un video para pasar el rato. Pero en el Boeing 747-400 Barajas-Ezeiza de la aerolínea de bandera, nada de eso fue posible. Los monitores de 14 pulgadas del pasillo apenas si exhibían una imagen pixelada de un avioncito en el medio del océano. La comida no sólo era poca y mala, sino que la sirvieron como si estuviéramos en un campamento, sacando unos panes de goma espuma de una bolsa de plástico y tirándolos sobre las bandejas de los pasajeros. Películas tampoco había, a pesar de que estaban anunciadas en las dos revistas del asiento. Porque en Aerolíneas Argentinas no hay una revista: ¡hay dos!, la de siempre y una que sale hace un año, de un grupo editorial que hace con el gobierno nacional mejores negocios que Marsans. Pero a pesar de tal exceso de lectura, no cuidaron un detalle: no funcionaba la luz en toda la fila de la derecha. Cuando parte del pasaje inquieto preguntaba sobre el percance, el mismo aeromozo que revoleó los miñoncitos de la cena contestaba:“Todo en su medida y armoniosamente, señor”. “Todo en su medida y armoniosamente, señora”. Aha. No daba para preguntarle si el mismo desperfecto hacía que no se viera ninguna luz de posición en el ala que se sospechaba desde mi ventanilla. En comparación con eso, qué me iba a quejar de que no tuve luz para leer “Cielos argentinos”. Eso sí, cuando aterrizó, el capitán nos recordó que el vuelo había llegado puntualmente. Como si esperara que le agradeciéramos por eso.
Hay que decir que cuando se llamé a la oficina comercial en España, una voz seductora amenaza “Aerolíneas, más que nunca argentinas”. Pasé un rato largo escuchando el eslogan mientras intentaba conseguir un upgrade que me rescatara del ambiente tren al conurbano de la cabina turista. Pero no fue posible, para poder gastar los puntos para pasar a una “categoría superior” tenía que pagar varios cientos de dólares más, lo que hubiera llevado el pasaje a precio de Concorde. Obvio que hice la queja, pero en la página web, porque en el teléfono de acá tampoco atienden. Minutos y minutos escuchando “Nuestro destino es volver a ser argentinos” me obligaron a repensar qué relación existe entre la argentinidad y el sufrido oficio de viajar. Porque hasta el boleto del bondi te recuerda que eso que recibís por servicio ¡tiene subsidio estatal!. ¿Y para qué? También pensé que sólo el pasajero argentino tiene la extraña costumbre de aplaudir cuando el tren de aterrizaje toca la pista. ¿Será porque sienten que es un milagro volver a casa?
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