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Por Cicco. Días atrás, en un solo viaje en subte escuché una chica que tocaba jazz romántico en el saxo. Un rappero latino bastante bueno. Un cordobés al que le habían robado la guitarra en el hostel y cantó a capella, con voz pro, temas de Spinetta y Aznar. Y a una chica que tocaba, como pocos, el ukelele. Todos artistas talentosos. Que podrían tocar sin problemas en el Gran Rex. Y eso fue sólo el viaje de ida hasta Congreso de Tucumán. Desde chico, me encanta la música. Pero digo, yo, ¿no nos estaremos pasando de rosca?

 

Ay, la música. Qué bella es. Cuántas historias de cine y de tele, protagonizadas por músicos incomprendidos que patean el sistema haciendo sus canciones feroces, escupidas, aguerridas. Personajes que plantean su epopeya en el pentagrama. Cuántas historias donde la chica linda de una familia bien, se va con el rockero, del que nadie da dos mangos. Se va, por asi´decir, con el Tanguito. Esta historia la hemos visto hasta el hartazgo. Generación tras generación. Hasta que inoculó su torrente en la médula ósea de tanta gente con sed de expresión y, sobre todo, de exposición.

Una vez, tuve un alumno en la carrera de periodismo que siempre llegaba tarde a clase. Era medio cheronca. Confiaba tanto en él que se permitía el lujo de llegar también tarde a los exámenes. Y tenía una particularidad: entregaba todos los trabajos –bah, los trabajos nunca los entregaba, los exámenes, digo- en hoja pentagramada. Un día me dijo, “Es que yo soy músico, viste”, y me entregó con una sonrisa el final escrito que había resuelto de taquito. Un final que, yo también de taquito, desaprobé. El flaco pensaba que porque tenía un talento innato expresivo podía permitirse cualquier cosa. Andá a freír churro. Todavía recuerdo cuando me vino a discutir el dos que yo había plasmado, rudo y sanguinolento, en su hoja pentagramada.
Uno de mis momentos más gratamente emotivos de mi carrera como profesor.

A mí, como les decía, siempre me gustó la música. Y siempre me gustó el rock. Aunque, con los rockeros, mantuve siempre un poco la distancia. Y es que al rock, ahora aguijoneado por las gaseosas, los festivales sponsoreados por telefonía móvil y demás, sólo le queda la actitud de no tomarse nada en serio. El rompan todo. Total, un par de tontos de poca onda, vestidos como el tuje se dedican a estudiar cómo reconstruir lo que rompen los rockeros. Tranquilos, ellos van a poner todo en su sitio.

Y es así cómo uno cae en la cuenta de qué poco ingieniero hay en el país –basta con mencionar el nombre ingeniería a uno de estos músicos en el subte para que se arrojen por la ventanilla- y cúanto desborde de músico por veredas y calles de nuestra ciudad.

No hay buenas películas sobre ingienieros. Los ingenieros se llevarán montañas de plata pero las películas siempre te dicen que la pasan mal. Que sus esposas o esposos los maltratan. Y sus hijos son malcriados. Los trajes les aprietan. Y las corbatas les dan un aire de cagador. En fin, no hay festival Pepsi de Ingeniería Industrial. No hay un ingeniero nuclear haciendo pruebas atómicas en la Estación Carranza. No da.

Así que, bueno, mis amigos. Este es el país que tenemos. Musical. Afinado. Y desbordante de expresividad. Pero andá a encontrar alguien que, hoy en día, te arregle el cuerito de la canilla.