Por Cicco. Cuando uno escucha la palabra protesta, ya se cubre los oídos. Se resigna a la tremendez. Ya hace cuentas de que tardará una hora más, como mínimo, en llegar a casa. En fin, está preparado para lo peor. Pero esto sucede, acá en el fin del mundo. En la Argentina, tenemos la mala costumbre de que la protesta significa hacerle padecer el sufrimiento a los demás. En Alemania, sin embargo, es otro cantar.
Pasé siete horas a la espera de un vuelo en el aeropuerto de Frankfurt. Cuando de pronto, escuchamos un sonido triunfal de trompetas. Y luego, al compás se coló una metralla de redoblantes. Y luego otro y otro. Al cabo de unos minutos, una banda sinfónica con aire de los Balcanes llenaba el hall central del aeropuerto. ¿Era un aniversario de la inauguración? ¿Celebraban los 100 años de Lufhtansa, las líneas aéreas locales? Nah. Nada de eso. Esta gente lo que hacía era protestar. Ellos, todos alemanes y vecinos, querían provocar estruendo, pero no podían escapar del karma de ser como son y sonar afinados. Eso debía ser un reclamo, pero sonaba a Oktoberfest.
Para serle franco, descubrí recién que eso era una protesta cuando la banda y una procesión de miles de personas, pasaron por mi banquito y me dieron, primero un folleto impreso en un papel envidiable hasta para las revistas Premium argentinas. Y luego, me ofrecieron un sticker. Esta gente protestaba porque el runrún del aeropuerto no los dejaba llevar adelante sus vidas. Eran vecinos, gente del barrio que, de un día para el otro, descubrieron que en el terrenito del fondo construían un mega aeropuerto que, en breve se transformaría en uno de los más transitados de todo Europa.
“Cada cinco minutos nuestros maestros deben callar y esperar a que pase el ruido del avión”, advertían en el folleto. “Y hasta los sacerdotes en el cementerio deben interrumpir su oración a los muertos por los ruidos. No podemos seguir viviendo así”.
Los vecinos alertaban de que, clínicamente, vivir junto a un aeropuerto dispara el estrés, la presión y un sinfín de padecimientos relacionados con el alboroto. Y también señalaban cuál es el verdadero negocio de todo aeropuerto. ¿No lo sabe? Yo tampoco lo sabía. Pues, si imaginaba que los aeropuertos hacen la diferencia con el cánon que ponen las líneas aéreas, es un error. “Esta gente hace plata con el alquiler de locales”, se enojaban los vecinos. “Y ahora quieren extender un ala más del aeropuerto para seguir transformando esto en un shopping”.
Los vecinos hacían ruido de trompeta y silbato y tambores, para que los viajeros supieran lo que es vivir de la mano del sacudón sonoro. Pero ya les digo: lo hacían tan bien, los trompetistas y percusionistas eran tan buenos músicos, que lograban que, en lugar de que uno quisiera escapar de allí, buscara seguir escuchando la banda y se acercara a dejarles unas moneditas. Querían sonar estridentes. Pero sonaban armónicos.
Cuanto tenemos para enseñarles los argentinos sobre el arte siempre desafinado, siempre tormentoso, siempre un clavo en el traste, de protestar. Deberíamos dar cátedra en Harvard.