Estambul

Por Cicco. Será producto de la serie “Las mil y una noches”, será que Turquía hoy es potencia mundial. Vaya uno a saber, pero lo cierto es que, en lo que va del 2015, los argentinos viajaron a Turquía un 41,3 % más que el año pasado. Un montón. Una de la razones: Estambul, a juicio de quien les habla, tal vez una de las tres ciudades más bellas del mundo.

 

Para empezar, una cualidad: no hay otra ciudad en el planeta, atravesada al medio por el mar. Eso no sólo le da a Estambul un aire único y salino -perdón, no estoy haciendo nota de turismo, le estoy contando lo que viví en las cuatro ocasiones que viajé-, además logra que el aire de ese mar se meta por los poros de la ciudad. No es poesía barata, es realidad pura. En medio de las calles, por ejuemplo, producto de ese mismo mar, trepados a los balcones, en lugar de las palomas porteñas, hay albatros, unos pájaros enormes, como gaviotas con hormonas, misteriosos, grandilocuentes, respetables.

Estambul desde siempre fue una ciudad estratégica. El punto de encuentro del continente europeo y el asiático. El paso necesario de las mercaderías que llegaban de Oriente a Occidente. El centro del imperio romano, cuando se llamaba Constantinopla. Hasta que el imperio otomano, la tomó a fuerza de espada y la transformó en Estambul. Testigo de aquella época cristiana, está la iglesia de Santa Sofía, uno de los tesoros arquitectónicos de la ciudad -cuatro veces que fui, y nunca entré, siento mucho no contarle más en detalle-.

Estambul es una ciudad moderna, segura y atravesada por la historia. Ahí tiene una zapatería y pegadito un cementerio. Ahí tiene una casa de cambio de billetes, y al lado una mezquita de tiempos otomanos. A diferencia de otros pueblos volcados a la modernidad, los turcos conservan la historia que los hizo surgir como potencia. Preservan todo: los edificios antiguos, las tumbas de sus santos. Y hasta las plantas: hay rosales que trepan varios pisos. Árboles que se cuelan por lugares impensados de la ciudad. A veces, uno imagina que hasta tirarían un edificio abajo con tal de preservar un roble. El turco es cuidadoso de lo que Dios le da.

Oh, cómo queremos a los turcos y queremos a Estambul, una de las pocas ciudades en el mundo donde se respira libertad de elección, libertad de estilos, y una espiritualidad que atraviesa cada esquina. Además, un lugar generoso.

A los refugiados sirios que llegan de a miles desde la frontera, el gobierno les ofrece casa y pensión. Pobreza, no se ve. Inseguridad, tampoco. En cuatro viajes, sólo en una ocasión ví a un tipo tomando drogas. Y el amigo que venía conmigo me advirtió: “Es rarísimo”. Para que se haga una idea: en el barrio de este amigo, a los super que venden alcohol, los vecinos -todos islámicos, claro, no beben alcohol- dejan de comprarle. Y así cuidan su estilo de vida.

Los turcos tendrán sus problemas, como todo hormigueo humano. Pero eso no impide que Estambul sea una gloria. La última vez que viajé a Turquía, un mes atrás, conocí otras tres ciudades: Konya, Akshehir y Edirne. Otro planeta, otra vida. En la estación de micros de Konia, mientras esperaba mi bus, había tal silencio que, más que terminal de micros, parecía un spa en la montaña, con fondo de pajaritos. Así es todo por aquí.

Papá y mamá ahora están en Estambul. El otro día, me contaban vía Whats Up, pidieron una cerveza en una mesita de bar en la vereda. Y el mozo los hizo entrar. “Ustedes disculpes pero estamos en Ramadán”, les advirtieron. “Ahora la gente ayuna y por respeto hacia ellos, es mejor que no los vean comer y beber”. Unos genios.