Por Cicco. A diferencia de la mayoría, me encantan los años electorales. Fuera de broma, disfruto el acto de poner el voto en la urna, a pesar de las colas, del traslado, del bolonqui, del festejo y los discursos de victoria y derrota. Me gusta ver el rictus contraído de político en afiche de campaña. El sudar la gota gorda desandando barrios marginales, pisando el barro y sorteando perros. No es pasión por la democracia, ni voluntad oculta de cambiar de gobierno. Lo mío es cierta sensación perversa de ver cómo un montón de políticos, de la noche a la mañana se quedan sin trabajo.
Porque, vamos a decirlo con sinceridad: las elecciones no son más que un móntón de gente que consigue trabajo, mientras otros muchos deben, forzadamente dejarle sus puestos. No hay nada parecido, en el mercado laboral. Es como si de un día para otro, cambiaran todos los planteles de fútbol y, los sustituidos, se vieran obligados a dedicarse a cualquiera otra cosa.
Un hombre que busca trabajo es, por decir así, un hombre hambriento, desesperado. Le dirá lo que guste con tal de que alguien lo contrate. Prometerá lo imposible. Agrandara su currículum, le sumará posgrados en universidades y andá a chequearlo. Le dará duro y parejo al arte indiscutiblemente argentino del guitarreo. Afinará su imagen. Se transformará en runner con tal de bajar unos kilos. Se subirá a la bicicleta si resulta que la gente anda en bicicleta. Aceptará crema auto bronceante para darle frescor a su palidez de oficina. Un político con un pie en el abismo de la desocupación, es capaz de medidas drásticas. Se distanciará de amigos. Tomará a rivales como aliados inseparables. Hará lo que dicten los números, porque un hombre a la caza de un trabajo como funcionario sólo le importa lo que dicen los demás.
Da cierto placer siniestro ver cómo, tras los resultados de urnas, los perdedores buscan, en tren de salvataje, posicionarse con el nuevo ganador, como si fueran viejos amigos.
No hay que echarle en cara nada a esta gente: después de todo, sólo son débiles seres humanos que quieren salvar su sueldo. Piénselo: ganar una elección representa varios años de salario asegurado. Pan para los hijos. Fiesta para los grandes.
Ser político es una tarea ingrata. Uno se dedica la mayor parte de su carrera a fustigar colegas que sí tienen trabajo, con la esperanza de que su crítica sea tan buena, tan feroz, tan efectiva que algún día alguien los contrate para el puesto. Cuantas más elecciones pierden, el político se vuelve cada año más venenoso, su speech es una amalgama de enojo y puntería despiadada. Perder una elección es un golpe duro de sobrellevar: hay que aceptar que durante varios años, no les va a quedar otra cosa que trabajar. Y eso es bravo. Sobre todo, cuando uno es político.
Me gusta ver cómo esa gente que quiere dirigir un país tiene, en el año electoral, un pie en conquistarlo todo y otro pie en perderlo todo. Un político en campaña busca como puede parecerse a otros seres humanos comunes y corrientes. Y, claro, nunca lo logra.