futbol

Por Cicco. Pero qué partidazo el del domingo último en horario de 17 a 19 hs en cancha de los locales y con visita de los visitantes. Empezó como debe ser: con el pitido del árbitro. Y la pelota rodó para un lado y para el otro, siempre disputada, siempre ansiada, siempre redonda.

 

En un momento, tras mucho ir y venir la pelota rodó hasta la red y un equpo se alegró y el otro se puso bastante triste. Unos gritaron unas cosas y los ottros otras. Y la pelota volvió a la mitad y pareció como si nada de eso hubiese pasado, excepto que, al pie de la pantalla, cambió un numerito por otro.

La remera de unos era mucho más colorida y festiva, que la otra, gris y apagada. Será por eso que a los primeros se los veía más animados y a lo segundos siempre un paso detrás.

Llegó un tiempo, justo sobre la mitad donde el ábitro pitó su pitido y todos convinieron dejar la pelota un rato e ir a unos túneles misteriosos techados de blanco, rumbo, según suponemos, al baño porque cuando regresaron se los veía más aliviados, incluso al equipo de los grises, que siempre jugaban con cara de retención de esfínter.

Sucedió que al promediar el promedio, sobre el campo de juego, un jugador del equipo gris con un número que no conseguimos ver, en lugar de patear la pelota, como venía siendo el juego hasta entonces, pateó otro compañero, que casualmente no era un compañero si no un rival de casaca colorida que, en lugar de disputar la pelota como era su costumbre, se llevó ambas manos hacia otras dos pelotas más pequeñas que vienen prendidas en la zona de las caderas de los jugadores y que, según testimoniaba el rostro de la casaca de color, le traía muchos e impensados problemas. Al del golpe, lo llevaron en un carrito unos señores y le dieron cosas mientras se retorcía y decía cosas muy feas sobre la familia del rival, cosas para los cuales no tenía prueba alguna.

El ábritro se enojó un montón con el golpeador y le mostró un cartón de colores que hizo que el jugador también se enojara -no llegamos a ver qué decía-. Discutieron un tiempo, hasta que el jugador, despechado, dejó la cancha y seguramente se fue a su casa y se dedicó a otra clase de actividad más productiva con su esposa.

Pero el partido, dentro del campo de juego, continuó y la pelota rodó en cinco ocasiones más sobre la red y el equipo de color de tanto celebrar, ya se le habían ido las ideas. Para la sexta ocasión, y última del match, el jugador levantó un dedo y con eso fue suficiente. Vuelta a patear la pelota desde el centro de la cancha.

En el equipo gris, debemos señalar, las cosas se habían puesto muy orales: había quienes hablaban a viva voz con el guardián de la red, y otros con uno, alto y delgado, que cuidaba de que la redonda no llegara al guardián de la red, tarea que, a juzgar por los resultados, le había salido para el traste. Al parecer, ambos serían responsables de que los grises estuvieran con el ánimo tan revuelto y que los de colores estuvieran tan contentos.

Cada vez que uno era acusado señalaba al otro, con lo cual, suponía él acusado, descomprimía la situación y contagiaba el espíritu dde derrota al resto del equipo. Pero llegada por sexta vez la pelota a la red -cuando, como contamos, el equipo de color ya ni ganas de festejar tenían-, el hombre de remera gris alto y delgado, en lugar de defenderse contra sus compañeros, decidió encontrar un nuevo responsable: el referí. Y decidió también, argumentar algo con mucha intensidad. O al referí no le convenció o el jugador en cuestión no lo llamó por su nombre de documento, el asunto es que volvió a mostrar una de sus cartas de colores y el jugador, como respuesta, en lugar de patear la pelota que era lo que venía haciendo -poco debemos reconocer- a lo largo del partido. Encontró que, un blanco más fácil y no tan movedizo era ponerse a patear al árbitro. Y eso fue lo que hizo.

Tras esto, el equipo gris pareció animarse y encontró un nuevo juego que los llenó de un vigor que, hasta entonces, ninguno había tenido. Pero los diez jugadores -antes contamos once pero uno, tras la mostrada del referí había partido, ¿se acuerda?- descubrieron que si no podían llevar la pelota hasta la red del equipo de color, podían practicar una actividad más concreta, más directa, más efectiva: patear al equipo de color. Y fue así cómo salieron a la caza del equipo rival que, aún cuando había demostrado claramente cómo cuidar y trasladar la pelota a lo largo del partido, no sabía bien para dónde huir cuando su vida estaba en riesgo.

La inyección repentina de sangre en la mirada del equipo gris, daba un contrapunto interesante de color al atuendo. Cuando el equipo de color encontró que la puerta del túnel aún estaba cerrada, decidió, en una medida desesperada, patear el balón al aire. Pero el equipo gris, desde hacía tiempo, había perdido el interés por la pelota. Fue acercándose lentamente a su presa, los dientes apretados, los puños apretados, las bolas que prenden de la entrepierna más infladas que de costumbre. Mediaban segundos para que el destino del equipo de color terminara en policiales de los diarios, cuando desde el suelo, herido y pisoteado, el referí, tomó un objeto diminuto y brillante, y sopló antes de caer inconsciente. Y sí, señores, el partido había terminado. El equipo gris cambió el semblante, abandonó repentinamente su actitud y partió al túnel, y el equipo de color, festejó más que lo que festejó los seis goles. Y eso fue todo.

Si uno suma cada vez que la pelota entró a la red, llegará a contar seis veces. Que es tres veces menos el número de veces que fue pateado el referí. Y cinco veces menos que los golpes que recibió el equipo gris, al volver a sus casas, de esposas e hijos, la cadena más débil en todo deporte.