Por Cicco. Semanas atrás llegó a casa un amigo quejándose de las picaduras de los jejenes. Era extraño: en mi pueblo, no hay jejenes. Al menos, nunca los hubo. Pero ahí estaba mi amigo Rodolfo, rascándose sin consuelo. Yo nunca había visto jejenes en mi vida. Tábanos, de tanto en tanto. Mosquitos de toda clase y color –hasta los manchaditos transmisores del dengue, unos divinos-. Pero jejenes, nada. “Son como unas mosquitas negras pequeñas”, decía mi amigo Rodolfo. “Pero pican como la gran siete”. Sin embargo, estaba equivocado. No eran jejenes, los bichos que acababan de llegar a mi pueblo. Eran algo mucho más misterioso. Más atemorizante. Y, por supuesto, con más ronchas.
El misterio no estaba escondido en el propio pueblo. Había que salir a buscarlo a las afueras, en el campo, entre los sembradíos de soja, ese mal necesario que de tanto pesticida termina convertido en un laboratorio experimental humano. En especial, cuando uno le suma lluvias extremas.
A días de que vinieron los supuestos jejenes al pueblo, llegó otro amigo a casa con información de último momento –como verá no soy de los periodistas que salen a buscar sus noticias, en mi caso, las noticias me tocan el timbre, y hasta que no las atiendo, no me dejan en paz-. El amigo estaba preocupado, y obviamente, también tenía ronchas. Pero, como él tiene contactos nutridos con gente del campo –el campo, para nosotros está a tiro del centro, son diez cuadras pasando la ruta-, vino con esta historia que pasaré a contarle acá. Antes de contarle, espere que subo un poco la música de violines. Y meto ruido de platillos y un piano tétrico para dar más aire de suspenso, y que usted se muerda las uñas de la intriga –las uñas: el único espacio que los bichos no le picarán jamás-. Ajá. Ahora sí. Como le decía, este amigo llegó en su bici, picado pero con información caliente: “Estos no son jejenes, Cicco”, djio mirando para todas partes, como si lo estuvieran espiando. “Son bichos mutantes”. ¿Bichos mutantes?, dirá usted. “¿Bichos mutantes?”, pregunté yo también para que vea que, cuando siento venir una historia, la investigo a fondo, sentado pero a fondo. “Sí, mutantes”, contestó mi amigo. “Parece que la gente del campo trajeron un bicho para combatir la plaga de la soja. Y este bicho pasado un año mutó y le salieron dientes y es el que ataca ahora en el pueblo. Recién vengo de ver a una señora: tenía toda la cara hinchada”.
Mi amigo saludó y partió raudo en la bicicleta, escabulléndose de una presencia que, creía él, lo seguía y no había forma de combatir. Dientes, los bichos tienen dientes. Me vino a la mente la imagen de un bicho, mitad mosca, mitad piraña. Y esto me lanzó a una misión suicida en pos de salvar mi honor, a mi familia, y la sangre de mi sangre: fui a comprar un pote de off en crema.
Embadurné hasta las perras con repelente y cuando me sentí más tranquilo, me puse frente a la computadora, que es la actividad primaria –y secundaria y universitaria también- de todo periodista que mantiene sus glúteos dormidos pero su mente siempre actualizada. Y entonces lo ví. Voy a frustrar su expectativa de entrada: no le ví dientes. Pero ahí estaba el bicho. En apariencia como cualquier otro. Tenía la languidez de las hormigas voladoras. A decir, verdad no era muy hábil en el vuelo. Y al primer manotazo la aplasté contra el teclado. Pero aplastar aplastar, no la había aplastado.
Porque el bicho, se puso nuevamente en pie y salió volando. Desesperado, volví a derribarlo con un libro y el bicho volvió a caer. Decidí estaba vez, terminarlo con el pulgar, como si hundiera el dedo en el timbre. Sentí el bicho, allá abajo, retorciéndose y luchando por su vida. Pero también sentí algo firme, inesperado: el bicho mutante era duro como una rama. Creí que era suficiente y levanté el dedo. Pero el bicho, cual piscópata asesino en la saga Martes 13, volvió a levantar cabeza. No recuerdo cuántas veces tuve que aplastarlo contra la mesa hasta que finalmente el bicho dejó este mundo. Uf. Un bicho así puede hacer frente a las grandes potencias del mundo y tiene chances de quedarse con todo. Pero, para cerrar y no darle más vueltas a esta historia. Al final, resulta que ese mismo bicho invencible y mordedor, no era mutante. Le pongo el audio de mi amigo Rodolfo, el primero, que tras la picadura se puso a consultar. “No es una mutación genética. El bicho es el mismo bicho que tiran los del campo para combatir una plaga de la soja. Y con las lluvias intensas, se corrieron para el pueblo”. Así es mis amigos. El bicho no era mutante. El bicho era, al parecer, importado. Por suerte, estos días volvieron los mosquitos habituales a zumbar y joder la vida. Pero de ellos, ni noticias. Hasta el jueves, claro, que anuncian chaparrones.