Por Cicco. Apenas se enteró de los hechos, el secretario de seguridad Sergio Berni, salió a defender al gendarme de civil que se arrojó al auto para fingir un accidente. El episodio pobló los medios. Y se dijo fue un comportamiento, típicamente de carancho. En este espacio, no nos interesa saber si el gendarme ejercía el deber o buscaba algo más. Si era parte de su actividad. O era cosa suya. Aquí apuntamos a otro asunto: queremos salir en defensa del propio carancho. El bicho.
Se cree que en una novela de Benito Lynch se popularizó el término para asociar a gente jodida con caranchos, dado su actictud carroñera. Sin embargo, los aborígenes los adoraban: para algunas tribus, el ave era mágico, heroico, poderoso. Se vestían con sus plumas. Las empleaban en ceremonias. Las hacían polvo y las mandaban al buche.
En la ciudad, si mira bien, verá caranchos prendidos de las antenas o en las terrazas, vigilantes y atentos al morfi. Las otras especies le tiran la bronca porque los acusan de quedarse con huevos ajenos. Cuánta mala prensa le hacen al pobre bicho.
En mi pueblo, no es frecuente cruzarse con caranchos. Abundan, en cambio, los chimangos, más pequeños y no tan coloridos, que también tienen mala fama, como si fuera ave de segunda mano. De ahí el dicho: “no gastes pólvora en chimangos”.
Encuentra uno caranchos a la vera de la ruta. Siempre en pareja. Siempre fieles –son monógamos de por vida-. Siempre bichos de hogar –pueden usar el mismo nido por años-. Siempre majestuosos. Sombrerito negro, pico anaranjado, collar de lunares, la mirada clavada en el horizonte. Bicho paciente, el carancho. Puede pasar horas y horas sin probar bocado, meta esperar. Y ni un graznido de queja. Los expertos, hablan maravillas de su facilidad para adaptarse y apenas señalan, al pasar, su diseño descuidado de los nidos. Le pondrá plumitas en el interior para dar más calor de hogar, pero, como constructor, el carancho, es flojo. Su fuerte, es otro.
Una semana atrás, fui en bicicleta a comprar lonas, ocho kilómetros hasta la ruta 205. El local, queda en calle de tierra, en zona de quintas a la vera del asfalto. Primero sentí olor a desomposición y luego ví, junto a una montaña de perro arrollado, al esplendoroso carancho. Iba solo. Podrás subestimarlo, a bordo del auto, como un lunar de plumas en la postal del paisaje rutero. Pero subido a la bici, cara a cara, el carancho es un bicho potente –las hembras miden hasta 60 centímetros, pesan un kilo y medio aunque, en vivo todo eso, parece el doble-. El carancho tiene más presencia que cinco agentes de Berni armados hasta los dientes. Pero, claro, como todo bicho y a pesar de la jerga donde se lo asocia a conductas de estafa, el carancho es un ave con códigos. Yo sabía que el carancho estaba a punto de almorzar, pero, muy discreto y ceremonial, cuando me vio con la bici se apartó al vuelo y esperó a que pasara. Ni un drama. Luego, lo ví a mis espaldas, volvió a lo suyo. Tranqui.
Cuánto tenemos para aprender de los bichos. Y lo mal que hacemos cuando le colgamos etiquetas que se emparentan con nuestro lado más oscuro. Pase por detrás de un comensal de pie en Pizzería Banchero, y no sólo no dejará su porción de muza, sino que, si se acerca lo suficiente, primero lo medirá y luego le clavará el cuchillo en la glotis: a un hombre comiendo no se lo merodea, no se lo interrumpe. En fin, no se lo jode.
Qué carancho ni qué carancho. Llámenlo Caracara plancus, de la familia de los falconidaes. Su denominación científica. Y al otro, al de dos patas, llámenlo por su verdadero nombre: estafador. Esos sí que se multiplican. Y, como mínimo, hay que tirarle con gomera.