Por Cicco. Esta no es una nota sobre fanatismo por River Plate. Es una declaración de amor puro e inter especie, un sentimiento todo corazón, por el reino apícola, más precisamente por las gallinas. Y en particular, por las cinco que, desde hace un mes, tengo en el gallinero del fondo de casa recién estrenado.
Todo un trabajo hacer un gallinero. Con mi amigo, Rodolfo Cattoni, un genio que se da maña para todo, invertimos días y días en traer maderas, ajustar alambre, y clavar chapas. Lo construimos a la ciruja: sin poner un peso. Las maderas, regaladas de descarte en una maderera –bueno, le pagamos unos pesos al empleado, pero nada del otro mundo-. El alambre olímpico, lo tenía Rodolfo, un regalo de un cliente. Las chapas, las fuimos juntando en la vereda de mi pueblo, sobrantes de obras y acá hay construcción en cada cuadra.
Una vez listo, el gallinero llegó el momento inaugural. Aún recuerdo el día que conocí a mis cinco gallinitas: estaban metidas al final de un local de alimentos, que incluye venta de conejos, peces, pájaros. Mis chicas estaban un poco a oscuras, otro poco, diría yo, asustadas. El encargado quería venderme unas ponedoras negras y estaba a punto de dármelas cuando las ví y, puedo jurarlo, en el aire hubo música de violines: “Dígame”, le pregunté, “y esas coloraditas tan lindas, ¿no están a la venta?” –ya las ví lindas de entrada, como podrá ver-. El hombre agitó la cabeza. “Ya las tengo encargadas a las coloradas”. Estaba resignado en llevarme las negras –no es racismo apícola lo mío, es cuestión de gustos-, cuando el hombre me dijo: “Bah, lléveselas. Total, este hombre no dejó la seña y aún no pasó. ¿Cuántas quiere?” Qué pregunta. Me las llevaría a todas, pensé. Estaban agolpadas en ese cajón tan fulero, ese cubículo bajo y opresivo, que las hubiese rescatado a todas. Pero dado el tamaño de mi gallinero sabía que el máximo de mis posibilidades eran 10. Pero dada mi inexperiencia en el tema –sólo tengo simpatía por ellas, como bien dice el título de esta nota, eso no significa que sepa cómo tratarlas-, opté por cinco. Además, buscaba darles cierta comodidad en el gallinero.
El señor las tomó de las patas, y las dejó colgar como racimo de copas, mis pobres galinitas cabeza para abajo y las puso en una caja donde entrarían seis botellas. Me sentí mal: tanta violencia de género al reverendo botón. No es así la cosa. Y así las llevé en bici, metidas en esa cajita. Entré corriendo, abrí la puerta del gallinero, luego la caja y anuncié: “Bienvenidas a casa”.
Las gallinas tienen mala fama en los medios. “Más p… que las gallinas”. “Más b… que una gallina”. Siempre que hay un epíteto de licencia sexual o idiotez, se la ligan. En fin. Un descargo al pasar, sigamos.
Compré a mis chicas en pleno invierno así que, como aún eran pequeñas –no tanto como para ponerlas bajo una lámpara, como hay que hacer con los pollitos-, cada noche, desde entonces, las recojo del gallinero y las pongo a dormir en el living, en una caja. Para que soporten la incomodidad, y no les traiga malos recuerdos de su infancia en ese local, le tapizo la caja con pasto –un yuyo en especial que me marcó, Luis, el jardinero, que tuvo gallinas toda la vida, sabe él lo que es el amor: “Este es el pastito que más le gusta. Le dicen pipirí”, así que le doy pipirí, porque quiero ser un dueño copado y quiero que me quieran-.
Y ellas me quieren. Otro amigo tiene gallinas ya viejas, y se queja de lo bravas que son: “No me dejan ni entrar al galinero. Y si le ponés una gallina nueva, te la matan. Son tremendas”. Una vez las fui a ver y era cierto: metían miedo. “Te las regalo”, me dijo. “Yo no las quiero más”. Pero salí del paso, explicando que las suyas eran muy viejas –no quería dañar su sensibilidad- y yo estaba buscando galinas jóvenes, en edad para poder formar juntos algo lindo. Una linda historia.
En mi caso estaba asustado con esa experiencia, así que, hice campaña para caerle bien a las chicas de entrada. Ya lo dice el refrán: “La primera sensación es lo que cuenta.” Y desde siempre, lo tenía decidido: mis gallinas no tendrían gallo. Una conocida me dijo que sin gallo las gallinas no ponen. Patrañas. Ponen igual. Pero, claro, del huevo no nace nada. Excepto tortillas y omelettes.
Tuve que informarme de la vida y obra de las gallinas para poder tenerlas contentas. Así me enteré que las gallinas ponen en horario –por la mañana hasta las 15hs tope-. Las mías esperan para septiembre –o eso me lo dijo el hombre que me las vendió-. Aún estoy esperándolas.
Y si uno quiere buenos huevos, es recomendable sacarlas a pastorear. Así que, en eso estoy. Cada tarde, excepto si llueve como hoy y hace frío, las saco una o dos horitas. A veces, me quedo a su lado, embelesado, viéndolas comer y disputarse una lombriz –cuando una gallina captura una lombriz corre y gambetea, al resto para que no se la chafen-. Siempre llevo un palo conmigo, una caña corta, una señal de autoridad. Un, por así decirlo, símbolo fálico.
Mientras tanto, disfrutamos el tiempo de la dulce espera juntos. Les doy de comer en la mano –a diferencia de las de mi amigo, las mías son mancitas y cariñosas-. Después de un tiempo, y ahora que nos conocemos mejor, las abrazo, las guardo junto al pecho, es decir, las anido. Les doy amor. Y ellas me lo devuelven a su modo en formas que no puedo contar en esta columna y picotean mi anillo en señal de respeto.
Mis gallinas son un éxito con los varones que llegan a casa. Mi hijo Vicente de cinco años, las ama y ellas lo aman. Tengo que ir a buscarlo al gallinero e insistirle para que venga a comer.
Y cuando llegó a casa Cris, mi cuñado, lo hice entrar al gallinero y también tuvo su flechazo: Cris remodeló el gallinero, colgó el botellón de agua, y se le piantó un lagrimón cuando vio el gallinero recién pintado –me llevó dos días hacerlo-. La foto que ilustra esta columna la tomó él. Es parte de una serie que llamamos “el book”. Cuando vino su novia, él la llevó a visitar el gallinero, ilusionado, pero ella se quedó afuera, hablando por celular. Como ví que se sentía defraudado, me acerqué a consolarlo. “Ellas no entienden”, le dije. “Son mujeres”.
Tal como pude comprobar, las mujeres no tienen la misma onda con las gallinas: se ve que compiten. Y cuando nos ven inmersos en el galinero, felices entre tanta pluma volando, cacona, y reventando caracoles con las manos para que no se dañen el piquito al comerlos, ellas reaccionan espantadas. Se lo pierden.
Canchero, fui semanas más tarde al local donde compré a las chicas y le dije si tenía pollos: unos bárbaros que se llaman doble pechuga. Salen, me dijo, 16 pesos. El señor me los mostró: “Son esos blanquitos de ahí”. El corazón me dio un vuelco: no me enamoré de los pollos doble pechuga, sentí piedad por ellos. Ahí estaban bajo la luz fluorescente de ese cubículo, un poco desplumados. Otro poco pálidos. Los pollos que nos comemos, parecen pacientes en terapia intensiva. Por ahora, pollos no. Decidí. De pasada, nomás, mientras volvía de esa experiencia traumática, ví la jaula de los gallos. No es una jaula colectiva: cada gallo tiene la suya. Para que no haya roña. Ahí estaba el gallo negro, majestuoso, inmenso. Uno blanco, de cresta roja como una publicidad. Algunos de tan grandes, prácticamente no cabían en su jaula. Busqué el gallo que se correspondía con mis chicas. Debía ser el único marrón de todos. Y entonces, lo ví a lo alto: solo y sin cantar en su jaula. Un poco inquieto. Otro poco solo, creo que ya lo dije.
Bien peinado. Y debo admitir, bello. A la espera de que alguien se lo lleve a su gallinero y él pueda, liberado y en su salsa, abastecer a una generación de gallinas jóvenes. Golpeé la jaula con mi anillo, un poco alterado. “Eh vos”, le dije, mientras el encargado buscaba mi alimento de aves una mezcla de maíz y otras semillas y un poquito también de alimento balanceado al que le dicen ponedoras que refuerza la producción de óvulos. “Eh vos”, insití “con las mías, ni lo sueñes eh”. Y partí del local, con la bolsa de alimento y riendo maléficamente. Esa tardé, en turnos, acuné a cada una de mis chicas y volví a decirles cuánto las quería. El día que pongan el primer huevo, les prometí, va a llevar mi nombre.