Tom Wolfe

Por Cicco. Tom Wolfe es uno de los grandes artífices del periodismo. Uno de los pocos que llevó el género a explorar todo su potencial. Compiló y definió 40 años atrás, aquello que las universidades llaman como nuevo periodismo, volcar los trucos de la literatura al servicio de nuestra profesión. Hoy Wolfe tiene 83 años y acaba de vender su correspondencia a la Biblioteca de Nueva York, lo cual hizo que, una pequeña parte de esas cartas –son más de 10 mil y las vendió a más de 2 millones de dólares- fuera reproducida en los medios. Y lo llamativo: ¡hasta al propio Wolfe se le quejan sus entrevistados!

 

Es un oficio rodeado de interrogantes, el periodismo. Uno empieza con una pregunta que lo empuja por el camino de la investigación y termina con otra pregunta que más o menos es ésta: ¿cómo le caerá el texto a los personajes involucrados? Un interrogante, el primero, puede, si tiene suerte, resolverlo al cabo de la nota. El otro, recién lo descubrirá una vez publicada. Porque así es el hombre: un ser sensible, quisquilloso que siempre le encontrará el pelo al huevo.

Si no, pregúntenle a Wolfe, reportero ácido, elocuente, explosivo, que atesoró cada escrito en sus cajones. Desde su intercambio epistolar con Hunter Thompson –amigos y casi rivales- hasta cartas de lectores y descargos de sus entrevistados. Todo, todito, todo lo conservó ensobrado y bajo llave.

Wolfe es la prueba viva de cómo se construye la obra de todo periodista: con una de cal y otra de arena. Así como en su corresondencia abundan elogios, también están aquellos que se sienten agraviados, insultados, heridos en su orgullo. A Wolfe lo acusan de todo: de ser vanidoso, pendenciero, un bravucón que sólo le interesa promocionarse a sí mismo. En fin.

Y la frutilla de la torta: una carta de un senador que, tras su libro “Lo que hay que tener” donde Wole describe la vida íntima de los primeros astronautas en Norteamérica, una obra por la que ganó el National Book Award, le reprochaba que no conducía un Peugeot tal como señalaba en el libro. Él manejaba un Prinz con menos gasto de nafta. Una pavada de detalle, ¿no es cierto? Media línea de una obra monumental y magnífica. Pero al senador, le jorobó.

Bienvenido al mundo de los periodistas. Gente que tiene que escuchar maldiciones del otro lado de la línea por contar que, en el artículo, en lugar de sostener el cigarrillo con la mano derecha, el personaje lo sostenía en verdad con la izquierda.

Las películas hacen quedar a los periodistas siempre como unos imbéciles que meten las narices en donde no deben. Sin embargo, el trabajo tiene su carga. Y componer un artículo con un sinfín de datos y detalles, saberlos ordenar del modo correcto, recoger y reproducir ese bicho tan maleable al que llamos realidad, uf, es un trabajo titánico.

En lo personal, cada vez que entrevisto a un personaje si luego de publicada la nota, éste llama muy contento sin nada para señalar, siento que no hice bien mi trabajo. Pues siempre hay algo que el otro no está de acuerdo. Siempre dirá al cabo de algunos comentarios elogiosos: “Todo muy lindo excepto donde dice…” Una fija.

Ahora bien si del otro lado vienen sólo aplausos, es señal de que uno se ha salteado algo importante. Y ha cometido el gran error, el más grave y el más duro que todo periodista te cometer: el de no contarlo todo.

Pero este es un oficio maravilloso, quizás como decía García Márquez, el mejor, mal que le pese a muchos. Un trabajo donde, como bien sabe Wolfe, uno no va a humillar personajes. Ni tampoco va a ensalzarlos. Uno tan sólo va a contarlos. Pero contarlos bien pero tan bien que al otro no le queda otra que poner el grito en el cielo porque uno ha confundido su marca favorita de calzones. Grande Wolfe. Estamos con vos.

Wolfe tuvo su merecido. No por los lectores digo. Por el pago que le hizo la Biblioteca de Nueva York: 2,15 millones de dólares. Se lo merece.