Por Cicco. Cosa de locos. En un día apenas, tuvimos un aluvión de discursos ganadores. Desde el plantel completo de River campeón, hasta el desfile de artistas en gala rutilante del Martín Fierro. Todos ellos regalaron discursos donde agradecían al equipo –sin ellos no somos nada, repitieron-, mencionaron con nombres, apellidos y apodos a productores, cuerpo técnico, y hasta personal de limpieza. Recordaron que todo premio es fruto del esfuerzo y agradecieron, por supuesto, a mamá.
Este domingo último de velada aplastante de ganadores, uno podía remplazar los discursos y nadie notaría la diferencia. Cambiar al astro de River Carbonero por Adrián Suar. Fernando Bravo por Ramón Díaz. Y el espíritu sería el mismo.
Ganar a uno lo vuelve colectivo, memorioso, en un ataque repentino de humildad solidaria. Aferrado a su trofeo, el ganador recordará hasta el último de los iluminadores o botineros porque si no lo hace teme que alguien lo juzgue de engreído y de observación repetida del propio ombligo. Pues, en definitiva, todo ganador se debe a su equipo. Es, en esos minutos que dura un discurso entre terna y terna, o una entrevista de apuro en el vapor del vestuario, donde el vencedor jamás se atribuirá mérito alguno. De hecho, un puñado de ganadores de Martín Fierro confesó que, en verdad, esperaba que ganaran los otros. Y hablaron largo y tendido de la sorpresa que significaba estar del lado de los vencedores. Uno santos, ¿no es cierto?
Fíjese, en cambio, en los perdedores, siempre señalando algún culpable. Buscando desenmascarar, y poner nombre y apellido al fracaso. Gente jodida. Nada más egoísta y egocéntrico que un perdedor, un ser que, por más que lo torturen con clavos al rojo vivo, jamás admitirá su derrota. Antes que reconocer un error, expulsará a técnicos, volará a guionistas, cambiará de actores, dará un vuelco a su trama, y, si es necesario, convocará a un pai para que exorcise el lugar. Pero él, jamás incurrirá en falta alguna. Él es el alma mater de la victoria por venir. Si no se presentó aún el reconocimiento es cuestión de tener paciencia. Y, sobre todo, fustigar a referís y jurados por tener un criterio cada vez más, juzga él, a la bartola.
Este mundo es un tablero de ganadores y perdedores. Los ganadores, claro, siempre son los menos. Pero visten mejor y ganan mejor. Ellos trepan allá arriba, y refriegan su prédica de aliento al derrotado, ojeroso de tanto esmero al divino botón, que masculla bronca. Y le dice para que pruebe una vez más, que él puede, que no se rinda. Si le faltaba un poquito para ganar nomás. El vencedor jura y recontrajura que él mismo era el peor de la terna. Que está sorprendido, no puede creer cómo el derrotado no subió a recibir la estatuilla. El año próximo. El año próximo, seguro que se da vuelta la historia.
El perdedor lo observa todo desde abajo. Atragantado de comida. Con el ánimo por el suelo. Lo ve brillar al otro, mientras él, envuelto en oscuridad, jura venganza. E imagina al ganador, el año siguiente, en su misma situación de miseria, derrota y pesadumbre. Mientras él trepa las escalinatas, triunfal y, papelito en mano, rescata el trabajo en equipo, subraya lo mucho que lo banca la familia, su infancia en barrio humilde, su sudor constante de camiseta y, en especial, le recuerda a los perdedores que sigan participando.