Por Javier Porta Fouz. Hay un momento, en La cumbre escarlata, en el que creemos que ha vuelto lo mejor de Roger Corman, lo mejor de la Hammer y lo mejor de esa respiración cinematográfica que tienen los grandes. Y todo junto. Cuando uno viaja al exterior, por más que hable el idioma del lugar, el esfuerzo de comunicación es mayor. Y es difícil sentirse más a gusto en la lengua que en casa, con la lengua madre en su uso cercano. Ese esfuerzo mayor incluso sucede en lugares en donde se habla castellano, otro castellano. Al volver al nuestro, sentimos la comodidad de lo conocido, la fluidez incomparable.
Durante el primer tercio de La cumbre escarlata estamos ante un lenguaje que quienes hemos frecuentado al Corman en colores, la Hammer y el terror gótico -glorioso ciclo de un verano de los noventa en la Lugones, maravillosas copias restauradas de terror italiano en Roma el año pasado- lo sentimos conocido, familiar, bienvenido. Y llevado adelante con un brío y un brillo tan evidentes como inusuales. El placer del género se hace presente de forma indudable, vemos un cine que se mueve con altísima seguridad, con una gracia especial, que deslumbra con su reconstrucción de época, que va -en el segmento de Estados Unidos- mucho más allá del diseño de producción. Mientras la acción se sitúa en Buffalo todo tiene, hace y genera sentido: las ansias de la protagonista por ser escritora, la creación de un país poderoso, el funcionamiento social. Pero cuando la acción se traslada a Cumberland, Inglaterra, Del Toro se queda solo y sólo con el poderío visual -espectacular, por cierto- y la acción se detiene, o al menos se hace pastosa (es notable cómo la película parece cobrar vida brevemente en cada escena que vuelve a Buffalo). Pasan cosas en la acción europea, pero lo que sucede es de una tremenda obviedad, de género y tradición puestos en automático, como el habla de la lengua materna pero limitada al uso burocrático o museístico. No hay más lugar para jugar, para moverse, para sorprender con los personajes. Todo se encamina a una resolución que, a medida que se acerca, nos importa cada vez menos. Y no porque Edith y su pretendiente americano no sean queribles y nobles, sino porque a la resolución obvia se nos lleva de forma desganada, indigna de esos brillantes primeros 40 minutos y de la maestría que ha sabido demostrar Del Toro (las que me más me gustan de su atractiva filmografía son Titanes del Pacífico y Blade II). Las pistas aparecen a lo bestia, de frente, sin juego y sin recovecos -los cilindros, el baúl, el té- y la narración que tan bien puede manejar el director mexicano se debilita, hasta llegar incluso a poner en duda la mismísima decisión de manejarse con fantasmas. Sí, aunque hay una excusa verbalizada dentro del mismo relato -que son una metáfora-, no hacen sentido si se piensan desde el final. Son innecesarios por completo, y su clarividencia vapososa y macabra se vuelve arbitraria y cosmética, con lo cual la película atenta contra su propio sostén. Aunque, bueno, a fin de cuentas, quién nos quita esos primeros 40 minutos en los que creíamos en el milagro de la obra maestra actual con casa embrujada incluída. El conjuro de James Wan, menos sesenta y más setenta, sigue siendo la mejor de terror de casa tomada, por el tenebroso pasado, del cine reciente.
Otro estreno de estos días, la muy maltratada Peter Pan de Joe Wright, es también una película fallida, aunque con otra clase de fallas. En lugar de quebrarse en algún momento por no ir hasta el fondo con la recreación de los modos cinematográficos elegidos, Pan es una película de energía intermitente de principio a fin. Parece por momentos perderse en el ridículo -ese traje de pavo real azabache de Hugh Jackman es parte del vaivén- y por otros acierta en su osadía: los cocodrilos, en burbujas flotantes o en el río, marcan momentos de especial belleza. Por otro lado, a diferencia de la gloriosa tradición de casas embrujadas en el cine (no todas son buenas -no son submarinos- pero han sido un escenario con muchos grandes exponentes) la línea Peter Pan no ha generado películas de alto nivel, al menos entre las que conozco. No son especialmente atesorables la Hook de Spielberg ni la animada de Disney, ni Descubriendo el país de Nunca Jamás ni la Peter Pan de PJ Hogan (y ni que hablar de la serie de películas animadas centradas en Tinkerbell). Esta Pan de Wright, extraña precuela con una musicalización al estilo Happy Feet en un segmento y que luego se pierde, tampoco es memorable, aunque es al menos una película estrambótica, un fracaso extravagante, un exponente de cómo todavía puede colarse una narrativa deforme en el mainstream.