Por Javier Porta Fouz - @JavierPortaFouz. Y llegó la cuarta de Jurassic Park, que se llama Jurassic World en obvia referencia a Disney World. Porque ahora los dinosaurios están en diferentes atracciones de un parque temático (theme park, dice con su boca de pato la hermosa pelirroja Bryce Dallas Howard en las funciones en inglés, porque hay muchas dobladas). La película es una decepción frenética y gigante, de muchos millones. No estamos ante una película mala u oprobiosa, pero sí ante un relato que exhibe con tanta claridad sus defectos que se vuelve irritante, enojoso.
¿Y el título de esta nota? Hace referencia a lo mejor de la película, Chris Pratt, sobre el que escribí acá. Pratt es el que juega a un juego superior, el que hace como si esta fuera una película de aventuras de tradición clásica, una película que puede pararse al lado de las tres primeras (dos de Spielberg himself, una de Joe Johnston; todas asombrosas). Pratt no necesita inyecciones de adrenalina falsa, confía en su star power, en su prestancia, en su capacidad de unir aventura con humor sin que se le note el esfuerzo. Es el único suelto de una película atada. Bryce Dallas Howard se impone por determinación, belleza y fotogenia a un personaje delineado de forma subnormal, pero corre con desventaja.
Jurassic World quiere asombrar como sus predecesoras, pero para eso no se le ocurre mucho más que jugar con el 3D y apostar por más feroz más grande más peligroso. Como ocurre al interior del relato, en donde “hay que darle al público lo que el público quiere porque el público pide tal cosa” está tematizado. ¿Podría ser esta una película de especial cinismo, que se muerde la cola de forma autoconsciente y que envenena su planteo de forma subrepticia? No parece ser el caso, en parte por los aportes de ñoñería descomunal de la situación padres que se están separando e hijos que viajan al parque que maneja la tía, discapacitada emocional pero que en el fondo no es tal cosa porque ya sabemos que con música fuerte todos nos emocionamos. La película no es ni cínica de forma posmoderna, ni clásica, es lo que cree que le conviene ser a cada rato. Hay que vender, pongamos secuencias que sean cada vez más grandotas y que demuestren que vale la pena gastar mucho en bichos digitales. ¿Cohesión, coherencia? No. Tampoco amor por la aventura, ni capacidad de construir de forma progresiva el suspenso, la entrada a territorios inexplorados, la conexión narrativa entre una secuencia y otra. Incluso el bicho grande es presentado de forma un tanto burocrática, tanto es así que después tienen que explicar con un diálogo cómo es que sucedió tal cosa.
Desde el principio, sin nada que lo justifique salvo imponer un tono de marca y de decirnos que este film de dinosaurios es de la estirpe fundada en 1993 por Spielberg, se nos atrona con el leitmotiv de John Williams. La música de esta película, sin embargo, es de Michael Giacchino, que podría ser uno de los 10 que le faltaron a Pratt para triunfar, pero no hay espacio para emocionar musicalmente cuando todo es tan chato, tan de adaptación veloz de algunos temas de Spielberg (el niño que tiene que representar la niñez está delineado de forma penosa, como de niño de manual). Por otro lado, una película que usa de forma tan bestial la música extra diegética y que es tan básica en sus emociones (salvo, claro, cuando domina el personaje de Pratt, que es el más sofisticado) no debería permitirse el chiste autoconsciente y metanarrativo del final con el personaje del nerd de los dinosaurios de juguete y la remera “de la uno”.
Sí, claro que los pterodáctilos del aviario impactan, que el gigantón acuático también, que los bichos son muy realistas, que hay varios chistes con timing, pero son elementos aislados, menos conectados que las diferentes atracciones de un parque temático de los de la vida real. Por otra parte, en términos generales, ¿por qué ver una película que es un mix de lo que ya vimos pero narrado de forma peor, casi displicente? No se nos ahorra ni siquiera la idea de jugar a ser dios mediante la genética, ni el millonario con consciencia (el habitualmente engolado actor indio Irrfan Khan), ni los militares militaristas. Ni siquiera la lógica de la pelea del final es nueva. Y quizás la necesidad de una pelirroja en el reparto sea porque en la segunda estaba Julianne Moore. No es una cuarta parte, es un megamix hecho por un disc jockey desganado. Chris Pratt debería solicitar la máquina del tiempo, pero no para conocer a los dinosaurios con los que su personaje conecta sino para poder formar parte de las nobles entregas anteriores. Jurassic World es menos cine que síntoma contemporáneo de tendencias entrópicas en la narración de Hollywood o, dicho en otros términos, un revival con poco sustento y con poca nobleza.