BERLINALE

Por Javier Porta Fouz - @javierportafouz Cuarta vez en la Berlinale, el Festival de cine de Berlín. No fui en misión periodistica y el propósito de esta columna no es hacer comentarios sobre las películas sino otro. Otro propósito, otra idea. Si es que aparece luego de una semana de reuniones y de mirar todas las películas que pude encajar. Las dos líneas encima de este texto, la volanta y el título, dicen “Berlinale número 65 - De viaje”. No son del todo mentirosas. Son ideas en viaje. En vuelo, para ser precisos. Y son a partir de la Berlinale, la número 65, mi cuarta visita al festival de cine de una ciudad admirable.

 

El circuito de funciones que armo no guarda relación necesaria con la lógica de las funciones de prensa, que son de las películas de la competencia. Por este motivo me cruzo poco con los periodistas y me mantengo mayormente al margen de esas conversaciones típicas que se producen en el ambiente, en el micro ambiente, de “la prensa especializada”. Me mantengo al margen también de esas funciones en las que suele haber, comparativamente, mayor malhumor a la hora de ingresar al cine, a la hora de salir, a la hora de permanecer. Si la entrada a una función de prensa se atrasa -cosa no muy corriente en en Berlinale- la fila que se produce será especialmente desordenada y quizás hasta haya algún empujón o alguna queja airada, rarezas menores en una ciudad de evidente amabilidad y un orden fluido. La prensa, una comparsa internacional, suele ser el grupo menos contento a la hora de estar en un festival. O al menos es el que actúa de forma menos dichosa, a veces incluso hasta menos amable. Nunca lo entendí del todo, quizás porque antes de programar películas y de escribir sobre películas me dediqué a otros trabajos que me gustaban menos, que no incluían la posibilidad de viajar ni de… ¡ver películas como parte del trabajo! No soy una de esas personas que irradian simpatía, pero siempre observé con extrañeza la actitud de ceño fruncido presente entre algunos representantes de la prensa en los festivales. Claro que hay películas que enojan, o los enojan, o me enojan. Pero hablo de otra cosa, de una forma de encarar las jornadas -que sí, pueden ser muy extensas- en los festivales.

Entre las cosas que me gustaron de la muy recomendable Life Itself, el documental de Steve James (Hoop Dreams) sobre Roger Ebert que vi en Cannes y que ahora se estrena comercialmente en Argentina con el título de Al cine con amor, fue el segmento dedicado a la relación del famoso crítico con Cannes: para Ebert, su cita anual con Cannes era un momento de felicidad. Confieso que Cannes es un festival cuya organización, lógica y etiqueta no me atraen. Y su dimensión de evento gigante en una ciudad pequeña me resulta problemática. Y que he visto pocos presentadores de películas que puedan llegar a hacer gala de tanta petulancia como Thierry Frémaux, el mandamás del evento. Vuelvo a Ebert y su atracción por Cannes. Podría decir que algo así me sucede con Berlín, desde que fui por primera vez invitado por el Goethe en 2012. Tengo muchas razones para sostener mi preferencia por Berlín, pero quiero centrarme en otra costumbre de la prensa que me resulta curiosa. Suele pasar, o más bien ocurre fatalmente: en algún momento del festival podrá escucharse, emitida por algún periodista, alguna afirmación sobre “el nivel del festival”. “El nivel del festival” puede ser tema de conversación incluso antes del comienzo del evento. Se anuncia la programación y los periodistas necesitan decir algo en Twitter sobre “el nivel”, mayormente evaluaciones sobre lo que les parece -a priori- la competencia, según lo que opinan de los nombres implicados que conocen, o lo que desconocen de los que desconocen. “Este año Berlín viene mal”, antes del Festival de Berlín, y apenas se ve la película de apertura -si es mala- se confirma. Ahora es más científico: se afirma ya no con cero películas vistas sino con una.

Después se podrá seguir insistiendo, podrá comrpobarse o no, reconfirmase o no. Algunos entre los más osados se permitirán un poco de contradicción -vamos, que es mejor eso que oxidarse- y admitirán haberse sorprendido con “el nivel”, que después de todo, “no era tan malo”. La cantidad de largos en la competencia principal de Berlín es menos del 7% de la oferta total de la programación. En Cannes representa más de cuarto del total. Berlín es un festival grande, de los gigantes, los de 400 títulos. Cannes es mucho más chico. Berlín ofrece muchos más recorridos, nadie puede llegar a ver ni siquiera un cuarto de la programación por más que se dedique por completo a ir al cine durante todos los días del evento. En Cannes, con una buena organización y una buena credencial -el sistema de castas de Cannes es fuerte- se puede ver la mayoría de la oferta de la programación (no hablamos del mercado en ninguno de los casos). Las afirmaciones sobre “el nivel del festival” pueden tener más lógica proferidas en Cannes que en Berlín: en Berlín uno no puede explorar el festival de forma exhaustiva, ni estar cerca de tener una idea sobre “el nivel general”. En Berlín hay múltiples recorridos posibles, y la competencia principal -esa obsesión- domina menos. En Cannes hay casi nada de público por fuera de periodistas y profesionales, no se venden entradas para la mayoría de las funciones. Berlín es un festival conectado con el público, que llena las salas como en ningún otro que yo conozca, salas que en su mayoría son muy grandes y de una altísima calidad de proyección. Un público que agota casi todas las funciones, incluso las de esas películas que no entran en el radar de la prensa concentrada en la competencia oficial y en evaluar “el nivel del festival”. Berlín son muchos recorridos, muchos festivales, muchos cines, muchas posibilidades de sorprenderse, muchas maneras de conectar una función con otra mediante un sistema de transportes extraordinario en una ciudad de alto nivel.