magia a la luz de la luna

Por Javier Porta Fouz. Woody Allen. El período del malhumor (mal humor y malas tragedias) y mal cine asociado a sus excursiones en Londres parece haber pasado definitivamente. Quizás ya no vuelva a caer en cosas como Match Point (2005), El sueño de Cassandra (2007) o Encontrarás al hombre de tus sueños (2010). Quizás el cambio haya empezado de a poco en la luz y en la levedad de Vicky Cristina Barcelona (2008, algo así como la película más erótica de su filmografía). Pero el punto de quiebre preciso fue el refugio provisto por Medianoche en París (2011). Quizás haya sido la ciudad. Quizás haya sido Owen Wilson. Pero lo más probable es que haya sido volver a los años veinte del siglo XX, una posibilidad planteada por la película como un escape desde el presente.

 

El período de entreguerras ha sido un refugio amable para Allen con la excepción -claro- de Sombras y niebla (1991), porque su homenaje al expresionismo alemán no podía -no debía- escapar de la oscuridad. Pero tenemos los soñadores años treinta de La rosa púrpura de El Cairo (1985). Y tenemos, sobre todo, Dulce y melancólico (1999), que vino inmediatamente después de Los secretos de Harry y Celebrity, dos películas feroces sobre el mundo de los artistas, de los famosos, de los periodistas, de la circulación del prestigio. Dos películas envenenadas. Dulce y melancólico torcía esos planteos, los llevaba para otro lado con cierta continuidad en el sentido de que Ray (el guitarrista de jazz interpretado por Sean Penn) era un ser bastante despreciable. Decía Gustavo Noriega en el momento del estreno de Dulce y melancólico en su crítica publicada en El Amante: “Dulce y melancólico es, dentro del sistema de producción anual de Woody Allen, un descanso, una retirada a un lugar seguro, sin riesgos. Lo que no significa que no sea una buena película. (...) Lejos de todo realismo, la ambientación -la escena jazzera de la década del treinta- funciona como un refugio para Woody Allen. No hay acá señales de la Depresión ni conflicto entre clases. El clásico conservadurismo de Allen está presente, pero sobre todo la necesidad de contar un cuento de hadas. Para Allen, el escenario de un cuento de hadas es el jazz clásico.”

Con Magia a la luz de la luna Allen vuelve al período de entreguerras, esta vez a los años veinte. Y vuelve al mundo de la magia y las paraciencias (recordemos su episodio de Historias de Nueva York). La película parte desde Berlín, pero estamos muy alejados de cualquier iluminación expresionista. La Berlín en la que comienza la película es vital, vibrante, una ciudad en el mapa de un ilusionista de prestigio. Luego de una apuesta fuerte como Blue Jasmine Allen se refugia en la Riviera Francesa, porque hacia allí se dirige el mago Stanley (Colin Firth), un inglés que sólo cree en lo que puede ser conocido racionalmente. Magia a la luz de la luna es una película leve en el mejor sentido posible. Luz maravillosa, ambientes de riqueza, belleza en abundancia, amabilidad incluso en la agresión filosa de la conversación, juegos de ingenio verbales, vestuario de lujo, hot jazz y otras músicas con las que -también- se ha refugiado Allen en su extensa carrera. La película es una comedia romántica sobre las apariencias, las emociones, la razón y el corazón, etc. Nada nuevo bajo el sol, pero el sol es de la costa del sur de Francia, y Allen se fascina con el agua, el verde, las flores, con la posibilidad de pensar solamente en contemplar y disfrutar de lo mejor de la vida: otra manera de ser un cineasta que se acerca a los ochenta años. De paso, Allen suma otra actriz en estado de gracia a su filmografía: Emma Stone, que será también protagonista de su película de 2015. Y algo más: quizás con los cambios del personaje del inglés Stanley -entrañable en su misantropía y en su paso de la grisalla a los colores- esté comentando algo sobre su etapa inglesa.