cine

Por Javier Porta Fouz. Por mi barrio queda uno de esos viejos cines barriales. Bueno, no como cine, sino como iglesia de alguna (otra) creencia. El edificio está bastante bien mantenido, y cuando hay lo que hay que hay ahí las puertas están abiertas y desde la vereda se ve hacia adentro.

 

Las butacas están, son las originales bien conservadas, todo parecería poder volver a usarse si el mundo cambiara y reabriera esa sala, que no sé cómo se llamaba cuando era cine. Me gusta la forma del cine, la forma planeada del ingreso: el hall exterior con el lugar para sacar las entradas al costado y en contacto con el exterior, que invita a entrar de forma rápida, hasta casual, posible decisión repentina al caminar por la calle, ver el cine, las fotos, el título, las críticas pegadas, “la venta” en las múltiples puertas de vidrio, que portaban los afiches cuando eso era un cine. Luego, el hall interior, y las varias puertas vaivén de madera. Observando este cine recordé algo fundamental de los cines que siempre me gustaron. La última fila de butacas no estaba lejos de la calle. Eran pocos pasos para entrar a la sala, pocos pasos para salir. De la película a la calle, al mundo, en unos pocos pasos.

Se podría entrar al cine de día y salir de noche y ese impacto era rápido, inmediato, lo mismo con el paso de la lluvia al sol y, sobre todo, viceversa. El cine había modificado el mundo del que proveníamos. O el mundo había cambiado y no nos importaba demasiado porque mientras se producía la mutación habíamos visto, tal vez, una buena película, y quizás hasta comido una golosina que no era pochoclo.

Esa distancia menor, mínima, entre el cine y la calle es algo hoy extraño y que extraño. A medida que van quedando cada vez menos cines con esa característica me doy cuenta de que era fundamental, que los cines que más me gustan hoy en día son los que permiten una entrada y una salida más rápida de las salas desde y hacia la calle, que no quiero caminar pasillos y pasillos, locales de ropa, patios de comida, juegos infantiles y comercios que venden hebillas antes de salir a la calle o de entrar al cine. Usar ascensores y escaleras mecánicas pertenece más al universo del subte que al del cine, al del cine que más me gusta, al menos. No, claro, no es que no voy al cine adentro de espacios gigantes que hay que surcar y atravesar, y que no subo o bajo escaleras mecánicas. Pero entre la alfombra que se renueva cuando los pochoclos ya le agregaron fatalmente una capa de varios centímetros y el mármol que llevaba al pulman, bueno, me quedo con este último. Oscar Wilde decía algo así como que la arquitectura –bah, que el arte que nos rodea (o nos esquiva)– define nuestra manera de ver el mundo. Yo me formé con esos cines en extinción. Y cambié y crecí y envejecí y entiendo los cines “nuevos”. Pero no me pidan que no tenga ganas de reconquistar el cine de mi barrio.