Por Javier Porta Fouz. La experiencia de ver películas incluye dónde se ven las películas. Hoy en día hay jóvenes o niños que nunca vieron una película en un cine realmente grande, de más de 500 butacas. Hace algunas semanas pasé por el Atlas Santa Fe. Que esté cerrado hace un par de años es una mala noticia continua.

 

Los cines con nombre individual, y no con nombre de cadena y un número al lado, eran más recordables. Siempre tuve capacidad para memorizar datos de elevada inutilidad, como por ejemplo en qué cine vi cada película: ¿El patriota? América. ¿La casa de los espíritus? Grand Splendid, ¿Tienes un e-mail? Santa Fe, ¿Fuego contra fuego? Atlas Lavalle. ¿Annie? Gaumont y también Empire. ¿El insoportable? Atlas Santa Fe. ¿Gremlins 2? Alfa. ¿Una noche en la tierra? Alfil. ¿Laberinto? Losuar. ¿Los imperdonables? Libertador. ¿Disparen sobre el pianista? Lugones. ¿Pesadilla 3? National Palace. ¿Drácula de Coppola? Ocean. Y podría seguir y seguir con decenas, en realidad centenares, de ejemplos. Pero no me acuerdo en qué número de sala del Hoyts Abasto vi Iron Man 3. Probablemente haya sido la 10, porque era grande y era 3D. Pero en realidad no importa. Las salas de cadena no tienen la identidad de las salas de Lavalle, Corrientes o Santa Fe y Callao. O de Boedo. Casi nada ha sobrevivido. No hubo una política cultural (ni de seguridad urbana) que ayudara a sostener la maravilla de la concentración muchas salas de cines en tres cuadras de Lavalle. Se perdió algo único, un rasgo distintivo urbano que hacía mejor a Buenos Aires. Otras ciudades del mundo conservaron más y mejor sus cines –algunos de ellos extraordinarios monumentos arquitectónicos– que Buenos Aires.

No soy una persona especialmente nostálgica, pero el cierre de algunas salas me produjo no poca tristeza. Es cierto que la mayoría de esos cines, además de sufrir la caída en la asistencia de principios y mediados de los noventa, no se estaba renovando técnicamente (y no pudo competir con la mejor imagen y el mejor sonido de las nuevas multisalas de los shoppings). También es cierto que el centro de la ciudad de noche iba empeorando en demasiados aspectos. Viví esa decadencia, la conversión paulatina de Lavalle en algo parecido al paisaje de Blade Runner, pero aproveché los últimos tiempos de esas salas que generaban memorias, hasta favoritismo o una moderada fidelidad. Fui a la última función que se hizo en uno de mis cines preferidos, el Ambassador, en Lavalle. Fue la película animada de Disney Mulan, que ya había visto primero en el América. La volví a ver un poco porque me gustaba, y otro poco para estar por última vez en esas butacas negras especialmente cómodas, frente a la pantalla gigante del cine de Lavalle 777.