EN BERLÍN/ 
Tabú y comparaciones

Berlinale/Por: Javier Porta Fouz. Estoy en Berlín, invitado por la Federal Foreign Office (o sea, la Cancillería), en un viaje coordinado y organizado por el Goethe-Institut. Es un programa para visitantes de diferentes países. Hay varios programas en el año, y este es el que corresponde a la Berlinale. Es decir, al Festival de cine de Berlín. Somos un grupo de más de veinte personas, la mayor parte de Asia y África, y algunos latinoamericanos. Soy el único de la Argentina. Además de traernos, alojarnos y proveernos de credencial del festival, nos llevan a diferentes lugares como museos de cine, nos muestran Berlín en un tour en el que nos indican lugares en los que se filmaron diversas películas. Y hasta nos llevan –sin hacer fila– a la extraordinaria cúpula del Reichstag (ahora Bundestag, o sea Parlamento) diseñada por Norman Foster.

Es un viaje buenísimo. Y a mí me gusta el frío, así que sufro mucho menos que otra gente que no quiere caminar cuando hace cinco o diez o quince grados bajo cero (me dijeron el día que llegué a la noche hizo menos veinticinco). La comida es de gran calidad incluso comprada en un puesto en una estación de subte y, para completar, veo películas con proyecciones de primera en cines perfectamente diseñados, como la obra maestra de la arquitectura Kino Internazionale, en lo que era Berlín oriental, cerca de Alexanderplatz. O el gigantesco Berlinale Palast, con visibilidad incluso en las butacas más alejadas de la pantalla. O la Hause der Kulturen der Welt, en donde vi una película para niños con más de 1.000 personas, varios cientos de las cuales eran niños, que durante la proyección se comportaron muchísimo mejor que lo que suelen hacerlo los adultos en Buenos Aires. Y en ninguna de las muchas funciones a las que asistí no escuché que sonara ni un celular. Pero mejor no seguir con comparaciones.

Entre otras películas, vi Tabú del portugués Miguel Gomes (o sea, el director de Aquel querido mes de agosto), una de esas películas extraordinarias que ya ha logrado un lugar de preminencia entre muchos críticos y programadores presentes. Se hablará y escribirá mucho de Tabú. Empecemos ahora, después de una primera visión. Es una película dividida en dos partes, en la que una voz over de la primera, “del presente”, relata lo que vemos en la segunda. En la primera parte hay una señora, una vecina vieja, su mucama severa, otros personajes secundarios. Se dialoga, por momentos, en el estilo salpicado de frases y dichos del cine de João César Monteiro, con su tendencia a la comedia existencial, al absurdo universal, a la profundidad resignada. Humor, precisión e intriga. En la segunda parte asistimos a la historia de amor en África que se nos adelantó con unos minutos en el prólogo. Esa historia de amor es muda, pero no. Se escuchan canciones como “Baby I Love You”, hay una banda que “toca” y cacerías. Y cocodrilos como mascotas. La historia es acerca de una mujer que conocimos en la primera parte pero la cuenta un hombre que casi que no hemos visto antes. Es en blanco y negro y es exuberante. Hay pasión, ideas, planos inolvidables y emoción a la que se llega por caminos flamantes aunque con conexiones con Historias extraordinarias (2008, de Mariano Llinás) y Tabú (1931, de Murnau-Flaherty). Habrá mucho que decir al verla otra vez. Con frecuencia, uno ve películas por primera vez y son inmediatamente familiares, reconocibles, a veces demasiado. Al ver por primera vez Tabú de Miguel Gomes estamos tanteando un terreno cinematográfico no solamente nuevo sino además renovador y liberador. Tabú no es solamente una película, es un revitalizante para oponer a la mortuoria y pavota y celebrada y oscareada y cacareada El artista. Pero mejor no seguir con comparaciones.

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