EL CASO DE DAVID FOSTER WALLACE |
¿Por qué la gente buena se suicida? |
|
David escribía sobre la campaña del republicano John Mc Cain, sobre el 11/9, sobre el tenis, sobre David Lynch, con un contrapunto exacto entre lucidez y extrañeza. Sí, este mundo es extraño y él lo sabía mejor que nadie. Era uno en un millón. Y el sábado a la noche, a un día de recomendar su libro “Hablemos de langostas”, su esposa descubrió a Wallace en el dormitorio de su casa en Claremont, California, donde dictaba clases en la universidad, colgado del pescuezo, pendiendo como una res.
¿Por qué un hombre que conocía esencialmente lo que es el mundo, que ganaba premios, era aplaudido por la crítica, y podía escribir prácticamente de lo que se le antojara, decide tomarse un avión al otro mundo?
Wallace tenía 46 años. Y estaba muerto desde el viernes. El padre, James Donald Wallace, reconoció que su hijo estaba medicado con antidepresivos desde hacía veinte años. El propio David admitió una vez que estuvo internado en clínicas de rehabilitación, y en su novela debut hablaba de Alcohólicos Anónimos y de adictos en tren desesperado de recuperación.
En una entrevista Wallace reconoció que, con el abismo de la depresión a sus pies, decidió hacerse escritor. Y, lo peor del caso, triunfó inmediatamente –si piensa que escribimos lo “peor del caso” accidentalmente, se equivoca-.
La Revista Time consideró su primera novela “Infinite Jest” (La broma infinita), -1079 páginas con 96 finales que contienen 388 notas al pie-, una de las mejores novelas de habla inglesa desde 1923. En 1997, la Fundación MacArthur le entregó una beca de 230 mil dólares. Wallace ganó los premios O’Henry, el Whiting y el Joe Savago New Voices. Lo comparaban con Thomas Pynchon y un crítico de no me acuerdo dónde dijo que “era un escritor capaz de hacerlo todo”, o algo así.
Una de las grandes trampas de esta vida es creer que uno vive para hacer realidad sus sueños. Sin embargo, tal como Wallace descubrió, un sueño es una habitación vacía con puertas que conectan a otros sueños, más habitaciones vacías. Pocos atraviesan varias habitaciones sin sentirse inclinados a volarse la cabeza.
Vivir golpeando las puertas de un sueño es una vida interesante y tenaz, aún cuando no lleve a ninguna parte. Sin embargo esto es lo que nos machacan una y otra vez las películas que tratan sobre un protagonista que busca conseguir alguna cosa, que resulta interesante puesto que otros protagonistas menos escrupulosos, también la quieren.
Pero el día que las puertas del sueño se abren y uno descubre lo que hay en su interior, es una total cagada. ¿Alguna vez se detuvieron a observar las caras de los hombres que llamamos exitosos? Hay una suerte de tensión que los mantiene sonrientes, pero es una sonrisa muscular, el equivalente a ir al gimnasio y exhibir los bíceps. No es una risa, es un espasmo.
Para avanzar, para sentir que uno se dirige a algún lado, hay que fijar las esperanzas en alguien a quien queremos imitar. Cuando ese alguien se toma el palo, uno se siente un poco solo.
Gracias a sus años de enfrentar clases atiborradas, Wallace hablaba en los reportajes con solvencia y soltura. Sin embargo, repasando los videos de sus entrevistas sin audio, es sorprendente cómo, con pasmosa frecuencia, el rostro de David asume una mueca de dientes apretados, que no es una sonrisa: es un dolor.
Wallace tenía el pelo por los hombros y usaba pañuelos de vincha como Axel Rose. Tenía pinta de tenista –de hecho, jugaba profesionalmente- y, a la vez, anteojitos redondos de intelectual. Un amigo suyo, escritor, lo describió como un tipo profesionalmente genial, y espiritualmente torturado. En sus picos de depresión, Wallace reconocía que no se podía poner de pie. Quedaba tendido en la cama, hecho una sopa durante semanas enteras. De hecho, últimamente había pedido licencia en la Universidad de Pomona, donde dictaba clases de escritura creativa. Nadie dijo el motivo. Pero sólo basta con hacer una simple asociación de cosas.
En sus crónicas, a David le gustaba observar, pero observaba con la minuciosidad de un marciano que ha venido a tomar notas de este planeta: Wallace tomaba nota hasta de la cantidad de enchufes que había en el micro de prensa en la campaña del republicano McCain. Era así de obsesivo.
David se resistía a entrevistar a los protagonistas, decía que no era periodista, y menos aún entrevistador. No lo hizo con David Lynch y no lo hizo con McCain. Tampoco le gustaba hablar sobre su vida personal. En una entrevista con Charlie Rose, un popular conductor a la Larry King, terminó diciendo que no quería hablar sobre su depresión pero que se despreocupara: no era su estilo arrojarse de un balcón. Escucharlo decir eso, dan ganas de llorar.
“Algunos escritores, como Hemingway, parecen tomarse años escribiendo anuncios de suicidio bajo nuestras propias narices”, apuntó David Gates, de Newsweek, en un perfil magnífico sobre Wallace donde observa todos los guiños de su obra palpitando su inminente extinción.
En el 2005, Wallace pronuncia un discurso emotivo en la universidad. Allí dice algo profético: “La mayoría de los suicidas están realmente muertos mucho antes del momento de apretar el gatillo”.
David iba a la iglesia. Creía en los valores morales. Amaba la sabiduría de los ancianos. Era un erudito sofisticado, de padres fanáticos del idioma y las enciclopedias –uno profesor de literatura, el otro de filosofía-, a quien él ponía siempre en la lista de agradecimientos en sus obras.
Pero David estaba triste. Decía que los buenos libros eran aquellos en que a uno lo hacían sentirse menos solo.
Lo admitía incluso en una entrevista de 1996, donde confesaba que “La broma infinita” era un experimento sobre la tristeza. En relación a vivir en los Estados Unidos en este milenio, explicaba: “Hay algo particularmente triste sobre este hecho, que no tiene que ver con las circunstancias físicas o económicas, o nada de lo que se habla en los medios. Es más como una sensación estomacal de tristeza. Lo veo en mí mismo y en mis amigos de diferentes formas. Se manifiesta en una suerte de pérdida del rumbo”.
Pasaron 12 años desde aquella confesión. Y el 12 de septiembre del 2008, David tomó una soga –o una corbata o un pañuelo de seda o un cinturón, este detalle hubiese sido inmediatamente retenido en su memoria- y terminó con todo.
Wallace era bueno. Era genial. Era estudioso. Había triunfado. Estaba bien casado. Y sin embargo, nada de eso le bastaba.
¿Y a vos, sí?
{moscomment}