¿EL TRABAJO LO ES TODO?
El síndrome Guinzburg

Mick JaggerJorge GuinzburgShakespearePor: Cicco. No quiero escribir sobre lo sagaz, atrevido y avivado que era Jorge Guinzburg. Ya leyó todo eso, está cansado de que se lo cuenten, ha dado vuelta la página y se prepara en estos días para un nuevo famoso a quien enterrar en lo profundo de su memoria. Pero déjeme sujetarle la pala, aquí hay un punto clave, secreto y sensible, que debemos hablar antes de sepultar a este hombrecito. Si lo enterramos sin más, nos habremos perdido una maravillosa oportunidad. 

Antes que nada, si espera leer una columna analizando si Guinzburg murió o no de cáncer, está buscando en el lugar equivocado. Ya está, es un hecho consumado. Ahora bien, lo interesante aquí es preguntarse ¿por qué este hombre, con propiedades en Europa, Miami y una mansión en Belgrano, este periodista reconocido por sus pares, premiado y aclamado por el público, este conductor al que medio país consideraba como un observador lúcido de la realidad, no podía parar de trabajar aún sabiendo que se iba a morir? ¿En qué clase de mundo vivimos donde lo mejor que se le ocurre a un hombre inteligente, que tiene los días contados, es ponerse a trabajar con más énfasis que un cargador de bolsas en el puerto?

El 10 de enero de este año, entrevisté a Guinzburg para Revista Newsweek, en su casa de la calle Gorostiaga, vecina a la de Martín Redrado. Estaba hecho un trapo de piso, el pobre. Le silbaban los pulmones. Se lo veía más blanco que de costumbre. Me dijo: “Estoy fundido. Hecho bolsa. Pero no paro de trabajar”.

Y era cierto: preparaba el regreso de La Biblia y el Calefón, ajustaba detalles de la obra Planeta Show en Carlos Paz, de la producción del programa Atracción Mental, y evaluaba hacer entrevistas especiales para Mañanas Informales, así no abandonaba totalmente el programa por su enfermedad. Cuando no podía dormir, me contaba que se quedaba horas despierto apuntando ideas. A fines del 2006, había interrumpido la terapia con su psicólogo –“de común acuerdo”, aclaró-. Y decía que tenía proyectos para nuevas obras de teatro, más programas de televisión, ideas de libros y películas. En los papeles, parecía el hombre más vivo del mundo. Pero por dentro, se estaba muriendo.

En estos tiempos, está bien visto combatir la enfermedad con hiperactividad. Se lo considera una lucha justa, valiente y sin cuartel contra esa despiadada que se lo lleva todo. Sin embargo, mirándolo objetivamente, es una tontería. Es como un niño que, aún sabiendo que viene la ola, se apura a levantar más castillos de arena. ¿No se da cuenta que la ola se lo llevará todo, empezando por él? ¿No se pregunta si hay alguna posibilidad de levantar aunque sea una pequeña torre allí donde la ola no lo alcance?

No me quiero poner místico aquí, aunque, qué carajo, vamos a ponernos místicos. Antes la gente se aferraba a Dios, a Jesús, a los ángeles, al amor. Ahora, se aferra a un minuto más de fama, a una línea más en el historial de la empresa. Pero el problema es que Guinzburg no es el único.

Cuando trabajaba en Noticias, entrevisté a Roberto Pettinato en el pico de su popularidad. Después de la nota, Pettinato le escribió al director de la revista para escribir columnas en Noticias y, escuche bien, ¡gratis! Curiosamente, el director le dijo: “No, gracias”. Después me explicó: “No podía comprometerme todas las semanas para publicar sus columnas”. Ahora, dígame, ¿qué necesidad tenía, Pettinato Dios mío de trabajar gratuitamente en un semanario como Noticias? ¿Había copado la radio y la televisión, ahora quería el mercado de revistas? Un tipo genial, sí, pero un mequetrefe.

El síndrome Ginzburg no tiene fronteras. Días atrás, Mick Jagger confesó a la Revista Playboy que, a los 64 años, tenía miedo de que llegara el día en que no pudiera subirse a un escenario. Confesó que, entre gira y gira, se sentía oxidado. “El público”, reconoció, “es el que hace que no puedas aburrirte”. Me da pena por él.

Esta es la generación que Ernest Hemingway nos legó: tipos que, el día que no pueden seguir más con su carrera, se pegan un tiro en la sien.

No nos dimos cuenta y ya vivimos como en Japón. Nos infartamos cuando nos quedamos sin trabajo. Nos abrimos el estómago con un puñal si fracasamos en nuestras carreras. Nos arrojamos bajo las vías del tren si no podemos alcanzar las necesidades básicas de consumo. Es que el trabajo te agarra de las bolas hasta en el último rincón del planeta. Hoy, podés estar conectado a Internet hasta en la playa. Fue la gran campaña publicitaria del último verano. Ahora bien, ¿por qué uno es tan pelotudo de querer conectarse a Internet en mitad de la orilla? Precisamente lo interesante de pasar las vacaciones en las playas, es que uno puede sentirse muy lejos del infierno del trabajo.

Estoy inflado de la gente fanática del trabajo. Que se pone la camiseta. Que se coloca el pin en el culo. Que te hacen sentir que uno siempre los está molestando. Que uno habla demasiado fuerte. Que el que baila está loco. Que el que silba es un chiflado. Que el que se rasca es un jeropa. Que uno siempre está al pedo.

Cada vez que trabajo, pienso que en ese mismo momento –por ejemplo, ahora mientras escribo esto-, la vida tiene reservado un lugar mejor para mí.

Es verdad, hago lo que me gusta para ganarme la vida. Pero aflojemos, tampoco para obsesionarnos. Mire lo duro que ha trabajado Shakespeare para que ahora dudemos incluso si existió realmente un tipo llamado así. El libro de la historia está superpoblado de gente como Guinzburg que rindió hasta el final. Así que no jodamos. Trabaje, retírese y espere la muerte con cierta dignidad. Allá donde las olas no rompen, y sólo unos pocos valientes se atreven a ir.

{moscomment}