Por Cicco. Sucedió una semana atrás, viendo un documental de un artista chino en el canal Encuentro. El programa era prometedor: el periodista gringo que recogía los testimonios había viajado a Oriente especialmente para la cobertura. Las imágenes eran paisajisticas, impactantes, poéticas. Las confesiones de los protagonistas, un hallazgo. Y el programa era una de esas raras perlas que uno descubre en el cable rascándose el ombligo, pero había un problemita: tenía doblaje argentino. Y, por más esfuerzo que uno hiciera, era infumable.
Con ustedes, la pregunta del millón, ¿por qué uno puede tragarse gustoso un programa doblado al mexicano o al español neutro, pero le parece insufrible que las voces sean de compatriotas? ¿Por qué, en fin, nos jode tanto? ¿Qué mecanismo ácido e indigerible se dispara cuando uno escucha dos argentinos hablando en la tele? Una cosa es ver un noticiero o disponerse a ver la nueva tira de Pol Ka. Es decir, uno está preparado. Pero que salten voces porteñas de algo decididamente foráneo, es otro cantar.
Soy de la generación que se tragó cientos y cientos de tanques de Hollywood en jerga gallega. Desde Rambo a Rocky y todas las de Bruce Lee. Mi estómago está entrenado para pasar estas cosas. Pero qué le vamos a hacer: el doblaje argentino es demasiado para mí. Si lo veo, lo regurgito el resto del día.
Con el avance tecnológico, uno, desde su control remoto, debería poder optar siempre por el doblaje o el subtitulado. Esto tendría que figurar dentro de los derechos universales del hombre. Una pregunta, entre paréntesis: ¿sabe cómo sabe si uno vive y está formateado en un país del primer mundo o la vida lo ha rebajado a una nación de cuarta? Gracias a los subtítulos. ¿Alguna vez vio una emisión en castellano donde además, por razones desconocidas, tenía subtítulo en español? Bien, si usted es de esos idiotas que aún con el audio en castellano insisten en leer los subtítulos, se lo voy anticipado: es un pobre tercermundista, sometido y esclavizado de por vida. Lo siento mucho, pero alguien tenía que decírselo. Ahora continuemos con el tema de esta columna.
Si hay algo aún peor que ver un documental filmado en Oriente como este que le contaba de Encuentro hablado en porteño de Floresta, es ver una película de animación con voces de actores locales. La primera peli de Disney en argentinizarse fue “Los increíbles”, con Juana Molina y Matías Martín, en las voces –y, creo yo, fue la última-. Juzgue esta parte usted mismo.
Ojito: no es mi intención criticar aquí la performance de los actores involucrados. Podrán ser de lo mejor del rubro –incluso existe una Escuela Argentina de Doblaje pero enseñan, ups, en castellano neutro-, el problema es otro. Es un problema antropológico, genético, por no decir de inflamación del bajo vientre.
¿Por qué nos infla tanto el argentinismo colado en películas o programas extranjeros? Voy a decírselo antes de que se termine este espacio y usted piense que le robé su tiempo. Es porque, en fin, uno necesita cierto clima para ponerse a tono con una película. Cierta sensación de lejanía para disfrutar la obra en su punto justo. La sensación de que todo aquello que uno ve en la pantalla sucede muy pero muy lejos. Lejos de su fastidiosa vida. Sus vecinos intragables. Sus gobernantes maquiavélicos. Sumergir su imagnación en un país donde hay superhéroes, autos que hablan y no existen los piquetes, ni el paco, ni un conflicto que dure más de dos horas. Un país maravilloso y remoto, que no existe en ningún mapa llamado español neutro.