Por Cicco. Desde hace tiempo, mis amigos y mi papá me insisten en que, como me radiqué en un pueblo y estoy lejos de la gran urbe, vivo fuera de la realidad. “Estás en el campo, cultivando tu huerta, entre los árboles, no ves los noticieros y nunca más te tragaste un piquete”, me dicen. “Vivís en una pecera”. Es interesante porque, desde hace seis años que me salí de la ciudad y siento precisamente todo lo contrario: que, por primera vez en mi vida, me salí de la pecera. Y por primera vez, veo que pude ver la vida más allá del vidrio. Pero déjenme explicarles.

En verdad, no hay lugar más real que el campo. Acá  todo nace y muere a cada momento. Cada dos por tres, tengo que enterrar pájaros o gatos que caen en el jardín, accidentados contra el vidrio o asesinados por mis perras. Tener huerta y árboles de toda clase es como ser médico de guardia de un hospital: cada uno tiene sus enfermedades, cada uno necesita una terapia diferente, algunos más sol, otros más agua. Hay que hacerles una visita cada tarde y evaluar sus progresos.

En la ciudad, la muerte es guardada celosamente. Cubierta con nylon. Se la anuncia en cifras, pero rara vez se la ve. Vivir en la ciudad es como pasearse en un auto: uno piensa  que está dentro del paisaje, pero en verdad, está, a salvo de la realidad, enlatado.

Cuando uno la ve en el mapa, eso que mi papá  y mis amigos llaman realidad –o sea todo aquello que sucede y rodea la ciudad-, es un punto minúsculo, una peca en la topografía de cualquier nación. Que Dios, como se dice, atienda en las capitales sólo hace que los medios pongan el foco en ellas. Pero no mucho más.

Que un lugar sea mediático no significa que lo haga más real que el resto. Una ciudad es un espacio atípico y artificial, un conglomerado construido por el hombre, vulnerable a las modas, a las creaciones del marketing y los gurúes de la publicidad, en fin, una invención moderna. Es así como muchos de los problemas que trae aparejado toda ciudad, en un pueblo son inaplicables. Las modas llegan aquí en cuentagotas. El estrés llega en cuentagotas. Leer las noticias de la ciudad es como enterarse de historias traídas de Marte. A veces, llega un vecino y te dice: “Cada día están más locos en la ciudad”. O si llamás a un pueblerino y da la casualidad que anda por capital te dice: “Acá ando, en la cuidad donde todo el mundo está tan feliz y te trata tan bien”. Eso que, en la capital, es costumbre. En un pueblo se vive, a Dios gracias, como una rareza. La vida no es sinónimo de malestar. 

Tener menos estrés, o negarse a vivir bajo presión, son indicios para todo habitante de la ciudad, de que uno vive en una nube de dopes. Para el citadino vivir en la realidad es sufrir junto a ellos, estar hermanados por la misma malaria, el mismo caos, la misma incertidumbre. De eso trató la maldición de Nico Repetto, el conductor que se pasó la crisis del 2001, viajando en moto con su mujer por España. Cuando regresó, le hicieron la cruz. Nunca más un punto de rating. Nunca más un programa exitoso. A él, que pudo dar un paso al costado, lo tildaron prácticamente de traición. Aún hoy llleva esa cruz a cuestas. La ciudad se las hace pagar a los que la abandonan.

¿Cómo alguien se le ocurre salirse de “su” realidad? Es por eso que la risa está tan mal vista en la ciudad. Porque, si uno lo piensa bien, ¿no están viviendo la misma realidad que ellos? ¿Cómo pueden tener energías para reírse?

Podrán decir en todo caso, que al mudarse uno a un pueblo, deja de vivir en la irrealidad y pasa a vivir en  el pasado. Me gusta la profundidad de las cosas que han estado siempre ahí. Los árboles. Los animales. Las estaciones del año. Si no fuera por mis hijos, y por mi esposa, mi vida sería cada vez más retrógrada: alejada, solitaria, comiendo de lo que da la tierra, y libre de todo aquello que, papá y mis amigos, llaman, categóricos, la realidad. Y yo llamo: la pecera.