EL DRAMA MÁS REGURGITADO DE LA HISTORIA/
¿Por qué el Titanic es la tragedia por excelencia?

Titanic/Por: Cicco. Cómo nos gustan las tragedias. Cuanto más trágicas mejor. Amamos las historias de nenitas que emergen de la morgue y luego vuelven a caer en internación. Sin embargo, de todas ellas, de toda la cadena irreversible de cagadas colectivas que desató la humanidad, no hay ninguna como el Titanic, el hundimiento que se produjo 100 años atrás y que se llevó la vida de tres cuartas partes de los pasajeros -1500 en total-.Ahora bien, ¿por qué será que a un siglo exacto de su venida a pique el naufragio del transatlántico sigue siendo el favorito del morbo planetario?

Cada canal dio su propio documental reconstruyendo la historia con lujo de detalles e incógnitas, de tan minúsculas, más que informativas perversas. La fundación Titanic ofreció una cena el mismo día, pero en Barcelona, en el centenario del accidente, y con los mismos platos que se sirvieron por última vez en el barco, y con la misma música. Dos barcos zarparon y se detuvieron en la hora exacta de la tragedia, a un siglo de diferencia, y en idéntico punto cardinal. Al llegar allí, se repitió el mensaje de alerta del comandante cuando chocó con el iceberg. Había muchos familiares de los sobrevivientes que lloraron y arrojaron flores. Pero no sólo hubo tristeza: además hubo un oscuro placer por estar ahí.

Como motivo del siglo del naufragio, estrenaron monumento en el astillero donde se construyó el barco, en Irlanda. Se editaron fascículos de apuro. Y se habló hasta el hartazgo de la última sobreviviente que se dedicó a recopilar testimonios y fraternizar con los que habían viajado –si existiera evidencia de la vida después de la muerte, Nat Geo la hubiera contactado de algún modo, en el más allá-.

Un investigador que encabezó la última exploracion a los restos del barco, que recorrió los 3500 metros de profundidad donde descansan los restos, volvió a la superficie impactado: en cien años, ya se habían choreado prácticamente todo lo que había por chorearse. Las 34 toneladas de carne se pudrieron y fueron comidas por peces. Los 16 mil limones, se disolvieron. Y los 29 mil vasos y copas no quedan ni uno. Había estructuras completas que fueron cortadas y levantadas en pala, vaya a saberse cómo. Y hoy serán reliquias en mansiones de millonarios morbosos.

Se preguntará: ¿Y por qué no tuvo tanta prensa la caída del zeppelin alemán que en 1937 se volvió una bola de fuego mientras aterrizaba en Nueva Jersey y sepultó a 37 personas –había 95 adentro- y puso punto final a la era de los dirigibles? ¿Por qué ni siquiera la tragedia caníbal de los rugbiers uruguayos en los ’70 en las cumbres de Los Andes igualó al hundimiento del Titanic? Estos temas, en su momento, dieron la vuelta al mundo. Pero luego, fueron perdiendo vigencia. Languidecieron. El morbo ya no les encontró más sabor.

Luego de mucho indagar, uno puede identificar ciertos elementos singulares que vuelven al naufragio del transatlántico un hobbie irresistible que supera a sacarse mocos y pegarlos bajo la mesa, y que hizo que James Cameron, que filmó su película, pasara de ser un cineasta talentoso a un morbo adicto. Este accidente es único.

Para empezar, el Titanic tiene un elemento que muy pocos pudieron igualar: había muchos ricos. La creme de la creme. Es difícil empardar a nivel espectáculo y sadismo, la contemplación de miles de ricachones encallando, sucumbiendo, desesperados y helándose en el mar. La parábola del Titanic no sólo es el mayor accidente marítimo de la historia, es la que mejor ilustra cómo la fiesta y la tragedia suelen ir tan de la mano. En un minuto te fumás un puro, y al minuto siguiente estás pitando ese mismo puro en el fondo del mar.

Ni siquiera el descenso de River produjo un efecto de sadismo visual tan conmovedor. Miles de ricachones que abandonan todo protocolo y se dedican a salvarse el pellejo pisándose unos a otros, bajando varios escalones en la cadena evolutiva con un simple giro del destino.

A diferencia del Zeppelin, el Titanic reúne otro condimento más que le pone pimienta a su historia: el Zepellin se incendió y cayó en cuestión de segundos: 40 para ser exactos y de sus restos sólo quedó chatarra que fue vendida rápidamente. El Titanic se sumergió con una pasmosa lentitud. Una morosidad tan grande que le permitió filmar a Cameron casi toda la tragedia en tiempo real. Para ser espectaculares, los dramas deben sobrellevar una tensión  arrastrada, que mantenga en vilo al público. Un fusilamiento es poco interesante. En cambio, un lento ahogo tiene alto rating. Para que la desgracia llegue a más gente, necesita un tiempo de cocción. De ese modo, uno puede sentir cierta empatía con la víctima.

El Titanic no fue cualquier desgracia. Fue el más grande tiro por la culata que le salió a la inventiva humana. Que se sepa, a los egipcios nunca se les desmoronó una pirámide. El Titanic fue reina indiscutible del morbo por su magnitud, comparable a la catástrofe bíblica de la Torre de Babel. Esta es la historia de cómo lo mejor de lo mejor puede resultar lo peor de lo peor. Ver chirriar a una hormiga no es lo mismo que ver colapsar a todo el hormiguero. Es el equivalente a sumar todas las caídas de ídolos desde Kurt Cobain a Amy Winehouse, de Cerati a Pappo, la suma de las tragedias colectivas modernas, moler la esencia de todos esos desbarrancos y servirlos en un plato lleno de efectos especiales, fisuras gigantescas de mampostería, estallido de vidrios, y baldazos y más baldazos de agua salina

Todo cineasta lo sabe: nada como un naufragio para hacer una gran película.

Y ahí sigue el Titanic aún arriba, siempre vigente, siempre conmovedora en su lenta caída de bizcocho en taza de leche. El momento decisivo, el climax al que alcanza todo ser, toda cosa, todo bicho que camina alcanza en este vida. El instante donde uno toca e cielo con las manos y empieza a bajar la cuesta, donde lo aguardan, abajo, los restos de lo que ya fue y el mar helado que congela todo, empezando por las joyas. 

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