¿TE GUSTA SER MALA ONDA?/ |
El delicioso encanto de contar atrocidades |
/Por: Cicco. Al parecer, contar una mala noticia es un acto que todo el mundo rechazaría. Sin embargo, la historia y el día a día demuestran que la gente que cuenta atrocidades, tiene cierta inclinación perversa a disfrutar el proceso, sobre todo, cuando la atrocidad afecta a otros. Es por eso que las malas noticias corren a tan gran velocidad, mientras que los actos de heroísmo y solidaridad quedan rezagados en una cadena de transmisión que nadie le importa. |
Ya lo dijo un historiador –si fuera un periodista serio le diría quién-: las épocas de bonanza a lo largo de los siglos, son olímpicamente salteadas por los libros. Los manuales, y los historiadores sólo ponen el ojo en las guerras, las revoluciones y otras encantadoras perversiones de la raza humana.
No hace falta buscar demasiado una mala noticia. Ahí tiene a su compañero de trabajo, su pareja, su mamá que se acercan con la mirada chispeante a la espera de contarle todas las atrocidades del día, como un Papa Noel pero, en lugar de juguetes, con la bolsa llena de mierda para regalarte.
Es por eso que las conversaciones con la gente que le va bien suelen ser tan breves. Piénselo bien: las personas a las que la vida les sonríe suelen tener escasa participación en las mesas. Cuando se le pregunta: “¿Cómo andás, Pelado querido? ¿Qué es de tu vida, amigo del alma?” Si el Pelado responde: “Muy bien, sabés que…” El Pelado queda automáticamente anulado de la charla. A nadie le importa lo bien que anda el Pelado y menos aún, que ese idiota del Pelado se lo ande enrostrándose a uno en la cara. En cambio, si el Pelado responde: “Uy, no sabés lo mal que estoy”. La mesa, automáticamente, se inclinará a escuchar la irresistible y desgraciada historia que el Pelado contará al mínimo detalle con cierto regusto venenoso, como quien repite su comida preferida para que todo el mundo la huela.
Este empuje por brindar siempre malas noticias, esta tradición de narradores orales de historias encarajinadas que terminan como el divino traste, crea sus propio portavoz: el hombre mala onda. El hombre mala onda pronosticará que todo escenario blanco virará al negro, que todo héroe terminará caído, que toda estrella tendrá su merecido desplome. El generador de malas noticias termina encarnado él mismo en una mala noticia andante.
Las malas nuevas, cuanto peores, mejor protagonismo obtienen en los medios. No hay nada como una tragedia para levantar el rating: un artista en coma, unos mineros atrapados en una fosa, la lucha de una madre por darle una muerte digna a su hija, el dulce encanto de un hospital de moribundos en Libia dejado por los médicos a la buena de Dios. No es sólo el peso mismo de la desgracia lo que magnetiza al televidente a la pantalla, es la irresistible posibilidad de comunicarla luego a otro. Basta con ver cara de pesadumbre de los conductores de noticieros para saber que, detrás de esa fachada se esconde la verdad de la milanesa: agazapada en titulares espantosos, en tremebundas cifras de víctimas mortales, esa gente lo está pasando en grande.
No se deje engañar por la cara de tragedia griega de Santo Biasatti. Asumirá un impenetrable rostro de piedra china al anunciar cómo huracanes, tiroteos, pisoteos, atropellos se llevan la vida de multitudes de habitantes en lo que tarda una persona promedio en comer un Garoto, pero en la vida real, fuera del canal, Santo es un hombre feliz y, según dicen, parrandero viejo. Esta felicidad se logra gracias a contar decenas y decenas de atrocidades a lo largo del día, que es el equivalente químico a liberar endorfinas o consumir media docena de éxtasis disueltos en el capucchino.
Al fin de cuentas, tal vez no sea que el planeta ande tan como el traste. Tal vez sea que haya muchos Biasatti en el planeta, al mando de noticieros apocalípticos, disfrutando, desde paneles espaciales e impolutos, el dulce sabor de la desgracia en cámara lenta, repetida desde todos los ángulos posibles por las cámaras de seguridad, regurgitada por los testigos, por el llanto infinito de los deudos que humedecen día a día la programación, y por ese veneno encantador que hace girar al mundo directo al último escalón del infierno.
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