SUCIOS USTEDES
¿Cuál es el problema con dejarse la barba?

Nicolás Cabré - BarbaPor: Cicco. Para serle honesto, no sigo la carrera artística de Nicolás Cabré, hay mejores cosas que hacer en la vida. De hecho, poco antes de escribir esta nota, no sabía quién corno era Nicolás Cabré. Todo esto, claro, hasta que alguien decidió meterse con algo muy personal. Decidió hacerle un comentario ofensivo al pobre Nicolás que consideré, por transición, una herida mortal ante la cual había que salir a enunciar algún tipo de defensa colectiva antes de caer en el oprobio. Decidieron burlarse de su nueva barba. Y con la barba, viejo, no se jode.

Muchos medios se preguntaron por qué Cabré había abandonado su pinta de galán para dejarse crecer la melena, nariz abajo. Incluso Revista Paparazzi fue aún más lejos y en su portada de semanas atrás, simplemente lo llamó “Sucio”. Aflojemos con las etiquetas, muchachos. Tener barba no lo hace a uno más sucio o más pobre. Del mismo modo que hacerse los rulos no lo hace a uno más valija.

Socialmente, se piensa que alguien con barba es simplemente alguien que ha dejado de afeitarse. Del mismo modo, en que alguien deja de comer. Es parte de un abandono. Un hombre que ha renunciado a empinar el codo y agarrar la Gillete. Alguien, en fin, sin tiempo o sin dinero, o sin fuerza. O sin, quién sabe, espejo. Pero en líneas generales, alguien carente. Un paria.
 
Tener barba es una cuestión de principios. La barba es un corte de manga a las publicidades multimillonarias de Gillete con Messi y Federer, que no sólo son un despilfarro de guita al divino cohete, además, tanta hoja metálica tirada al tacho no es precisamente el mejor legado ecológico que podemos darle a nuestros nietos, excepto que, con el tiempo, descubran la forma de reciclarlas en naves espaciales.

La barba es un manifiesto. Uno, en el fondo, le interesa más cómo se expresa su naturaleza capilar que lucir las máscaras de un lindo rostro y un buen cutis, lo cual no es mi caso. Desde hace un año, estoy barbudo. Y cada día estoy más barbudo aún. Me gusta ver cómo el bigote se trenza y despliega su ramalaje en las profundidades selváticas de la barba. Cómo la barba crece, tupida, imparable, alargando la cara, dándole la dignidad de un árbol leñoso al jardín de una casa. Me gusta mi barba. Me la froto con los dedos. Me la lleno de jabón. Disfruto cómo flota en la superficie de la pileta. Aún cuando, es cierto, hay que cuidar de no llenarla de mermelada y puré –el dulce de leche es aún más bravo-, la barba es lo más parecido a una planta que uno puede tener en el cuerpo. La mía es parte de un camino espiritual donde recomiendan usar barba.

La barba, para nosotros, es una protección.  Desde hace un año, los pocos que me conocían afeitado en mis tiempos de Prestobarba, ya no me conocen más. Les paso por al lado en la calle, y ni un chispazo de identificación. Le digo: es una sensación reconfortante.

Desde los tiempos bíblicos, todo hombre que hizo algo importante en este mundo tenía barba, o cuanto menos un bigote. Esto, desde luego, no significa que por dejársela crecer, usted descubrirá el eslabón perdido. Sin embargo, podemos inferir que estadísticamente la barba le otorgará menos chances de convertirse en un pelotudo. Imagine, por otro lado, la cantidad de idiotas que conoce sin barba. 

Desde hace un buen tiempo, hago exactamente lo contrario a lo que me indican en la tele. Si hay que comprar un nuevo auto, uso bicicleta. Si está de moda la afeitada al ras, me dejo la barba.
Tengo la sensación de que el camino indicado es exactamente el opuesto al que nos señalan los medios. Así que si le dicen a Nicolás sucio por estar barbudo. Entiendo que hay cierta pureza en ese hábito. Es como un mapa del tesoro puesto del revés.

Me gusta mi barba porque es la sensación más similar a tener una mascota enquistada en la cara. Las mujeres se compran caniches toy, o esos perritos de bolso de mano, nosotros, los varones, nos dejamos la barba. El ser humano tiene la necesidad vital de acariciar algo velloso. Como no se puede andar por la vida con la mano sumergida bragueta adentro, necesita un tentempié.

Desde que tengo barba, y puedo acariciármela, siento que tengo más y mejores ideas, a excepción, claro, de las vertidas en esta columna. De algún modo, el crecimiento de la barba ha desviado la atención en mi nariz, y esto ha hecho que los escasos amigos que tengo y me llamaban narigón ahora me digan simplemente el barba, algo que me otorga cierta reconfortante autoridad en las reuniones. 

Pero mejor no hablar de las razones por las cuales uno adopta un nuevo hábito, sobre todo, cuando éste le cubre su rostro. Al que me pregunta, sin embargo, le digo: “Me dejo crecer la barba porque es lo único que me crece”.  Aún así, quiero que crezca bien largo y tupido para que el invierno no me sorprenda sin mi bufanda.

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