TENDENCIA QUE CRECE
Gente que lee libros al pedo

LibrosPor: Cicco.  Más y más gente lectora aparece citando libros japoneses, rescatando poetas perdidos en el tiempo y el espacio, reflexionando sobre ensayos de historia lateral y marginada, y sin embargo, cuando uno se detiene a conversar con toda esta gente descubre que, a la luz de lo que es su vida, ha leído todos esos libros reveladores y maravillosos al divino cohete.

Desgraciadamente ser lector en esta vida no es garantía de nada. Borges siempre se lamentaba de que había leído mucho y vivido poco.  Pero entonces, ¿por qué leemos? ¿Tiene algún sentido leer sabiendo que uno morirá y que todas esas citas, toda esa obra acumulada a fuerza de poner el culo en la silla, se disolverá junto con nosotros? Desde luego que algún rédito tendrá. Algunos creen que leer potencia el intelecto. Mejora la memoria. Ejercita y despierta zonas del cerebro que han sido adormecidas por horas y horas de Showmatch.

Yo soy de esa idea, por eso, le ruego a mi hija que, aunque sea, después de chatear toda una tarde con sus amigas, se tome unos minutos y lea unas páginas antes de irse a dormir. “Te va a hacer bien”, le digo, “la gente que lee marca en el mundo una diferencia”.

Se supone que uno debería disfrutar el acto de leer. Sin embargo, no siempre es así. A veces, tomando clásicos como Moby Dick o En busca del tiempo perdido, o algún otro libro voluminoso, uno hace el esfuerzo para atravesar las páginas como si fuera un desafío intelectual comparable a nadar en mar abierto y llegar a destino. Si uno lo atraviesa con éxito, es señal de que es alguien. Si uno queda en el camino, es señal de que es un boludo.

Pero aún gente que completa sin sobresaltos estas obras inmensas de la literatura universal, gente que ha leído el Ulises, la Odisea, el Quijote, Las Mil y una Noches, gente con gran poder de memorización y que ha absorbido en gran parte la biblioteca Borges, a duras penas consigue relacionarse con el mundo, fracasa estrepitosamente en sus parejas como cualquier mortal, comete errores pavotes, cae en la trampa de las publicidades de mensajes más primitivos y compra cualquier pelotudez, y a pesar de que tiene su discurso adornado con citas de obras cumbres de la literatura, al analizarlo objetivamente, se le caen los pantalones y queda en pie, una personalidad tímida y fláccida como… como… ya se imagina cómo qué.

Este es el punto donde fracasan las campañas de lectura en las escuelas. Nadie sabe, en el fondo, para qué corno sirve leer. Por lo tanto, nadie puede difundirlo con propiedad. Yo me sorprendo con la cantidad de conocidos lectores que pueden reproducir páginas completas del Martín Fierro, pero piensan que comprar un LCD para el mundial es una gran inversión. O están entrampados con una pareja que los rebaja y los hunde en la miseria. O tienen severas dificultades para pedir que su jefe en el trabajo que, por favor, les saque el palo del orto con el que lo obliga a trabajar día a día.

Una vez entrevisté a José Pablo Feinmann, el filósofo y su mujer me contaba que, a pesar de la formación intelectual innegable y valiosa de su marido, cuando había ido el plomero a la casa, un hombre que él consideraba de buen corazón y un profesional intachable, lo había estafado en la cara, una estafa que un hombre que no hubiese leído ni siquiera Caperucita Roja hubiera advertido. Sin embargo, a José Pablo lo habían tomado con la guardia baja. ¿Cómo es eso?, me preguntaba yo. ¿Cómo puede sucederle a un hombre tan leído que sea incapaz de detectar un fraude tan cantado? Y esto no era una excepción. Era un signo de mucha gente que lee al pedo.

Un amigo gran lector, que me introdujo a la obra de Gurdjieff, Michaux y otros grandes genios de la humanidad, cuando viene a casa, lo tengo que cuidar como a un chico, y eso que me dobla en edad. Le hago la comidita. Recojo los libros que deja tirados en el suelo y cuando sale con mi bicicleta le advierto: “Fijate que las gomas estén infladas”. Porque sé que, aún cuando atesora una biblioteca que envidio, en la vida cotidiana hace agua. El otro día lo conoció mamá y no lo podía creer. Estaba escandalizada: “Pero ese tipo no sirve para nada”, me dijo. “Estás confundida”, le expliqué, “no sabés todo lo que sabe este hombre de libros”. “Sabrá de libros pero no puede ni poner el agua para los fideos”. Mamá considera que la medida humana está basada en que un hombre sepa o no hacer fideos. 
Y cada vez estoy más convencido de que mamá tiene razón. Hoy en día, a cada persona que conozco ya no le pregunto qué libro está leyendo o cuál es su autor favorito. Ahora le pregunto si es buena tirando el fideo. Desde entonces, mi vida ha cambiado. Y la de mi fideo también.

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