FOTOS NO |
La obsesión por fotografiarlo todo |
Por: Cicco. Es maravilloso lo que ha hecho la tecnología de las cámaras fotográficas con este mundo. Antes, se necesitaba ciertos conocimientos técnicos para tomar una buena foto. Hoy cualquier idiota con menos neuronas que una botinera puede captar una toma profesional y hacerla un cuadrito. Por otra parte, buena parte de la expansión de las redes sociales a Internet se las debemos a que todos guardan una camarita en alguno de sus bolsillos. Se supone que esta revolución nos atraería más, nos conectaría más, volvería al mundo del tamaño de un pañuelo. Sin embargo, poco a poco, silenciosamente, le está robando –me voy a poner un poquito Ari Paluch-, le está robando el alma. |
Vamos a aclarar las cosas de entrada. Nunca me gustaron las fotos. Es decir, nunca me gustó tomarme fotos. Ni la situación que se genera en torno a las fotos, a pesar de que es parte de mi profesión sostenerle el paragüitas refractario y el flash al fotógrafo para que registre la escena de mis notas. Siempre sentí lo mismo: a cada oportunidad que alguien extrae una cámara, por más mentiras que te digan la gente de Kodak, el encanto se apaga. La gente se abraza más fuerte de lo que suele abrazarse. Se ríe más intenso de lo que suele reírse. Y en fin muchas veces, se ríe y se abraza en situaciones que, si no hubiera una cámara ahí de por medio, jamás lo hubiese pensado hacer.
Pobre el gremio de los fotógrafos periodísticos, es insalubre. Yo estoy cansado de escucharlos repetir “posá lo más natural que puedas”, así que ni me quiero imaginar ellos lo cansados que deben estar de tratar que la cámara pase desapercibida y que el personaje pose lo más auténtico posible. En otras palabras, tal como posaría si no hubiese una cámara ahí delante de sus narices.
Antes, creía yo, que para aprisionar un recuerdo, para sujetarlo, para documentarlo, para revivirlo, había que tener alguna clase de prueba. Si era en papel mejor. Pero, quizás es un tema mío de diván, nunca me sentí enteramente satisfecho con la experiencia de ver fotos, ni propias ni ajenas. Nunca me gusté yo, ni mis parejas, ni mis amigos, y nunca me gustó el sabor que me dejaba ese registro de las vacaciones, de viajes por el mundo, de fiestas, enmarcado y empapelado para la posteridad. Me parecía que le quitaba su magia. El hechizo que se produce cuando algo sucede y uno sabe –porque uno siempre lo sabe- que eso no se repetirá jamás. Piénselo: de eso se trata la vida. Momentos que se escapan para siempre y que hay que exprimirlos en su justa medida, en el tiempo indicado.
Esto que puede sonar decepcionante, a mí me pone más bien contento. Vivo el momento en todo su esplendor y cada vez que viene un perejil a tomar una foto, siento que le está quitando algo al momento, un tijeretazo a la escena, para invertirlo en un futuro que nunca será igual. Esto abarata al momento. Hace que uno no lo viva plenamente, total, ahí puede revivirlo todas las veces que quiera porque un muy imbécil se ocupó de no sólo sacarle fotos desde todos los ángulos, sino que lo registró también en videíto.
Nunca ando con cámara encima. Siempre cambié mis celulares por otros celulares que no incluyeran ninguna función fotográfica. Cuando alguien quiere tomarme una foto, pongo cara de resignado. Y si alguien quiere registrar un momento porque lo considera irrepetible, me cabreo un poco y expreso elegantemente mis reservas con esta clase de frases: “Decime, ¿por qué no te guardás la camarita en el orto?” Lo cual no siempre da los resultados que espero.
Cada vez más, los lugares públicos, las fiestas privadas, los lugares de veraneo, deberían tener carteles donde prohíban tomarse fotos. Que no quede ningún registro. Que uno se vea obligado a vivir el momento como si tuviera una erección permanente de entusiasmo. Como si uno fuera, otra vez, un chico. Es por eso que los niños salen tan bien, se los ve tan auténticos, tan originales en sus primeros años de vida. Hasta que, ellos mismos, se contemplan en las fotos. Y saben que ese estallido de luz, congelará su imagen para siempre. Y que sus padres la verán, la comentarán y debatirán sobre sus nuevos dientes, sobre su peso, sobre lo rizado de su pelo. Y entonces el niño sonreirá también para la cámara pero ya no será igual. Ahora, no sonríe más porque le gusta. Ahora, sonríe para la posteridad. La maldición de las fotos ya hizo su trabajo.
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