LA CIENCIA ACABA DE DESCUBRIRLO |
¿Por qué no podemos recordar ciertas cosas? |
Por: Cicco. ¿De qué modo ciertos recuerdos pasan de largo como si nunca hubiesen sucedido, recuerdos que son como viento en la ventana abierta, nos acarician y siguen su camino, se disuelven en el aire, mientras otros permanecen con nosotros, se quedan revoloteando como insectos ponzoñosos y más que viento en la ventana, parecen bosta en el zapato? Un grupo de cientificos de la UBA –esto no es broma - acaba de descubrirlo. |
Aparentemente, todo recuerdo sucede y se decide a nivel de una síntesis proteínica. Esta es la conclusión del Laboratorio de Memoria de la Facultad de Medicina. Si uno tiene un recuerdo pasajero, más viento entrando por la ventana, y se junta con un recuerdo poderoso, algo que se cuela silenciosamente por allí como un tortazo de merengue, vaya si uno lo va a recordar. “Lo importante”, explican, “es que el evento que le presta las proteínas al otro tiene que ser novedoso”. La proximidad entre ambos episodios debe darse entre una hora y quince minutos antes del suceso, o hasta tres horas después del primer episodio. Aunque, advierten, a veces un recuerdo puede ser tan poderoso que es capaz de sepultarlo con su carga de proteínas al otro.
El equipo, dirigido por Haydée Viola, estudió precisamente esta combinación –recuerdo leve, recuerdo punzante- que hace que uno simplemente no pueda olvidar. “Cuando se inhibe la síntesis de proteína”, aseguró Fabricio Ballarini, del equipo a La Nación, “el recuerdo se evapora. Son las proteínas las que fijan la memoria”. A las proteínas hay que sumarle otro fijador: la dopamina, que no sólo te dopa, además se te pega por siempre.
Normalmente esta combinación de episodios hace que se refuerce el primer recuerdo pues la mente, en sus infinitos confines, en su insospechada burocracia, la almacena en un mismo fichero. Esta parte de los ficheros es muy interesante. A nivel neurológico, a cada fichero se lo llama sinapsis. Haga las cuentas: una neurona contiene, estimativamente, diez mil sinapsis. Y nosotros tenemos millones de neuronas, incluso la gente que cree que Maradona es un gran técnico de la selección.
Si fuera por nuestro cerebro, prácticamente uno recordaría cada segundo de su vida, el problema que nosotros estamos al mando de nuestro cerebro. De lo contrario, las posibilidades, sugieren, serían ilimitadas. Y, por otra parte, pavorosas. ¿Recordar cada segundo de tu vida? Suerte que en algún punto la mente es nuestra mejor amiga: nos limpia todo lo que puede. Nos libera de la carga de ser quienes somos, el abombamiento de repetir las rutinas, de contar los mismos chistes, de pisar los mismos charcos.
Los científicos estiman que tal vez no es que no estén registrados los recuerdos en la memoria, es que uno no es capaz de despertarlos. El hardware funciona. La máquina los atesora. Pero uno está demasiado distraído.
En lo personal, los recuerdos me dejan ir libremente. El problema es que nunca vuelven. No me dejan un papelito con su dirección. No me pasan su casilla de mail. Una vez que transitaron por aquí, los pierdo de vista para siempre. Me sucede todo el tiempo, pero básicamente me sucede con mis lecturas. Con fines puramente cancheros, me leí completo el Ulises de James Joyce, y hoy, seis años más tarde, lo único que recuerdo de sus 900 páginas es que, en un momento, el protagonista Leopold Bloom –que no es porque recuerde el nombre sino porque acabo de chequearlo en Internet- observa a una chica divina que, cuando se pone de pie, resulta que le falta una gamba. No hay más nada. Tengo la carpeta mental vacía. Aún así, soy insistente, quiero ser un hombre culturoso. Que me llamen a mesas redondas y poder brindar gratis con vino bueno. Y, no contento con mi nivel cultural, leí Moby Dick, como se dice, de un tirón –pero esto fue un tirón muscular en la zona del metatarso producto de las más de 500 páginas del libro-. Y mi memoria sólo retuvo la escena donde el protagonista se acuesta con un marino gigantesco que, considerando que Melville, de tanto en tanto, le gustaba morder el anzuelo, me pareció un poco porno homo, sin ofender a los marineros. El resto, Ahab, el viaje infinito en su búsqueda utópica de la ballena, la embestida del cetáceo, nada, ni un registro. Cero absoluto. Ni una sinapsis. Ni una neurona trabajando en ello.
Del mismo modo, con el fin de que en mis conversaciones Homero no se limitara a ser sólo el padre de la familia Simpsons, leí La Ilíada, una obra estupenda de la cual lo único que recuerdo es una vaga imagen de los griegos cayendo abatidos en cámara lenta, atravesados por una lanza.
“Don Quijote”, “Una temporada en el infierno” de Rimbaud. “En busca del tiempo perdido”, de Proust –primero tomo, naturalmente- y “El proceso”, de Kafka, cayeron, en picada, por el mismo agujero negro mental. No puedo mantener ni un minuto de conversación recogiendo estas lecturas. No puedo remitir a ellas. No las puedo evocar bajo ningún aspecto porque cada vez que me pongo a pensar en ellas: no hay nada allí. Hay viento en la ventana. A todas estas lecturas sencillamente le faltaron proteínas. Les faltaron el tortazo de merengue.
Hoy en día, cada vez que leo algo pienso para mis adentros: recordalo, recordalo, Cicco, no sea cosa que, cuando llegue el momento de citar a un poeta francés en mitad de un levante, te quedes sin palabras. Pero, desde que leí el descubrimiento de este equipo de la UBA, descubrí un método eficaz para acordarme de todo aplicando sus conclusiones. Mi sistema es este: ahora me depilo, mientras leo. No utilizo cera ni ninguna otra mariconada. Empleo una pincita de esas pequeñas de acero inoxidable. Y a cada página, pim, un pelo que no está más. Leo.
“Tal habló, sonrióse Calipso, la diosa entre diosas, le tomó con cariño la mano y le dijo en respuesta: ‘Astucioso eres tú de verdad y no vano de mente según vas meditando las cosas que dices”.
Pin, un pelo por aquí
“Contestando a su vez, dijo Ulises, el rico en astucias: ‘No lo lleves a mal, diosa augusta, que yo bien conozco cuán por bajo de ti la discreta Penélope queda a la vista en belleza y en noble estatura”.
Y pin, uno de la pantorrilla.
“Si algún dios me acosare de nuevo en las olas vinosas, lo sabré soportar; sufridora es el alma que llevo en mi entraña. Mil penas y esfuerzos dejé ya arrostrados en la guerra y el mar”.
Pin, vuelan los pelitos de la mano.
Terminé así La Odisea, de Homero, con un registro total y absoluto de cada escena. Puedo citar frases enteras de Ulises en su camino de vuelta a casa. Sé monólogos de Euríloco, de Calipso, de Zeus. Conozco al dedillo la estancia de Ulises en Eea, y cómo lo retuvo Circe. Me sé cronometrada minuto a minuto la espera de 20 años de la pobre Penélope.
Siguiendo estrictamente el mismo método de depilación lectora, acabé también “El corazón de las tinieblas”, el irresistible viaje a la locura de Conrad. No hay milla marina que mis sinapsis no hayan guardado debidamente en su lugar bajo siete llaves.
Ahora voy a cada convite cultural al que me invitan y soy el centro de atención de todos. La gente se admira de mi buena memoria. De mi excepcional nivel cultural. De cómo doy cátedra de cualquier asunto libresco y doy por terminada cualquier discusión literaria, citando las fuentes. El manantial de donde brota todo y que ha quedado para siempre en mi propio estanque. Cada vez recibo más invitaciones a mesas redondas, coloquios y debates culturales donde tengo un rendimiento sin igual. Sin embargo, de tanto en tanto, algún curioso, sorprendido por mis avances, me toma del brazo y me lleva aparte: “Decime Cicco, con el calor que hace”, me pregunta, “¿por qué andás siempre con polera?” Y, naturalmente, no les digo nada de mi método. No hay que avivar giles.
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