LINDO DISCURSO, PERO POCO REALISTA
Tres razones de por qué no soy más progre

PLANTACULOEN LOS HUEVOSPor: Cicco. Durante un tiempo pensé  que ser progre era la mejor posición filosófica frente a la vida. Incuestionable. Siempre moralmente correcto. Uno puede defenderse prácticamente en cualquier discusión sólo apelando al discurso progre. Es ecológico, sano, solidario, generoso con los sufridos. Sus referentes tienen buena imagen. Durante años, cultivé mi perfil progre, alimentándolo con lecturas igualmente progres, manteniéndome siempre del lado de los buenos. Decía no a la mano dura. ¡No! Sí, a la paz. ¡Sí! Sin embargo, últimamente descubrí que, en ciertas situaciones, ser progre trae resultados de mierda. Como en estas tres historias que paso a contarles.

1) En los últimos meses me contrataron de profesor de un colegio secundario católico, acá en el pueblo donde vivo. Me refiero a esto en pasado porque acabo de ser despedido o, para usar los términos de la directora, el profesor que ejercía de titular volvió a su función. Y esto, incluso, por ser demasiado progre. Tenía una materia en el segundo año del polimodal, el equivalente al cuarto año del secundario en la capital. Alumnos de 16 años. La flor de la edad. La flor del acné. En lo poco que duró mi estadía allí, me hice querer por mis blancas palomitas. Los dejaba gritar. Los dejaba hacer. Uno vino a contarme que fumaba marihuana y yo, de progre nomás, lo proveí de la revista THC, la Biblia de los apasionados por el cannabis. A uno que estaba por tirar un avioncito con su punta envuelta en llamas por la ventana, le recomendaba que apuntara bien –tiralo a los pies de los niños, le expliqué, no en el pelo porque después puede ocasionar serios grados de quemaduras-. Y hasta llegué a acostumbrarme a que los chicos arrojaran tizas cada vez que me daba la vuelta para anotar en el pizarrón. Pero ellos me lo agradecían a su manera. Uno hasta me obsequió una tiza labrada finamente con arabescos hechos a base de un clip. Era un modelo de tuca para fumar porro. Una vez, vino un celador y, como el aula era un griterío, me dijo: “Profesor, si usted me permite”. Pegó dos gritos y los alumnos se convirtieron en conejitos indefensos, mansos y, por obra del grito, callados durante el tiempo que duró la llegada del preceptor para hacer unos anuncios. A la semana siguiente, me citó la directora para contarme, de muy buen modo, que había recibido observaciones del personal de que mi clase era un caos y que habían secuestrado material apologético de las drogas de un alumno. “No quiero ser entrometida”, me dijo, “pero, ¿qué clase de temas toca usted, profesor?” Yo le expliqué que, como buen periodista, siempre enseño en mis materias –esta era Comunicación Social- a escuchar las dos campanas. Y que había proveído material al alumno con el fin de reconocer los pros y contras del cannabis y luego le sirviera de inspiración para un trabajo práctico. La directora me escuchó con suma atención, tomó nota en un cuaderno, me pidió que lo firmara, y remarcó que le parecía un método muy interesante, muy progre de enseñanza, y a los pocos días, yo no trabajaba más en la institución.

2) Simultáneamente a mi frustrada inserción escolar, descubrí que mis tres perros rompían el alambre de casa y salían por ahí, de noche y de día. Si bien reparaba el alambre, o le colocaba ladrillos, con el tiempo y los colmillos volvían a abrirlo. O, si les resultaba muy complicado, se limitaban a abrir otro perímetro del alambrado olímpico.  Me rompían, a la vez, el cerco de flores haciendo túneles espantosos. Me comían las enredaderas que subían por la galería, dejando apenas un palo en el piso arrancado a mordiscones y que, en septiembre, me aseguraban, hubieran dado flores muy bonitas. Como podían escapar cuantas veces quisieran, me seguían hasta el centro. Y después, tenía que acompañarlos nuevamente para que no se perdieran. Una vez, me trajeron un gato muerto. Yo les decía, primero de buen modo, que eso no se hacía. Que no era sano. Ni ecológico andar matando otros seres vivos. Otra vez, trajeron una rata –no tenía cabeza y era pequeña, negra y mojada, así que asumo era una rata-. Yo les decía, con tono severo: ¿Adónde quieren ir con esta clase de acciones? ¿No toman conciencia que es un episodio moralmente cuestionable? Yo había observado que una de los perras, Renata, se había convertido en líder del grupo. Renata era la que traía, por la noche, los animales cazados al parque de casa. Los demás, eran sus secuaces. No se los comían, simplemente disfrutaban del lado deportivo de la cacería. Como mis palabras no surtían efecto, empecé a reprenderlos con inocentes patadas en el culo. Un acto que no era doloroso, sólo para demostrar mi descontento cada vez que escapaban. Por último, un día amanecí con una gallina de mi vecino en el jardín, negra, brillante, esplendorosa y muerta. Tenía manchas de sangre en el cuello retorcido. Yo soy un vecino nuevo en el barrio, pues acabo de mudarme hace dos meses, así que dí la vuelta, me presenté ante el vecino, y le expliqué que uno de mis perros había matado a su gallina. “Era un gallito”, se lamentó él. “Yo los tengo para vender”. Le pregunté a cuánto los vendía. “10  pesos”, me dijo. Le dí 20. El día de la muerte del gallito –esto hay que sumar a que, además de la mierda diaria de los tres perros que entierro, era el tercer cadáver que sepultaba en mi jardín-, me excedí, debo reconocerlo, con las patadas en el culo. Pero es una manía: una vez que uno empieza a dar patadas en el culo, quiere seguir dándolas cada vez con más intensidad. Hasta mi hija que es una divina, empezó a patear, también ella, los culos de los perros. Yo los pateaba, que Nicole Neuman tenga piedad de mí, los pateaba tan duro que daban pequeños saltitos, como las ovejitas que brincan sobre el cerco cuando uno quiere conciliar el sueño. Los pateaba de este modo cada vez que escapaban para demostrar mi descontento. Imaginé que este era el lenguaje de los animales: un lenguaje puramente corporal. “Te tomaron de punto”, me dijo un amigo. “No tenés voz de mando, y ellos ya te tomaron el tiempo”. Así que empecé a patearlos más fuerte, y blandía un palo que hacía estallar en el piso, cuidándome de no pegarles, para reforzar el enojo. Pero huían igual. Luego probé un camino distinto. Como yo les daba de comer antes de irme a dormir, dejé de alimentarlos a la noche y empecé a darles de comer a la mañana, con el fin de que, hambrientos, permanecieran cerca de casa. La estrategia duró unos pocos días. Hasta que salieron de nuevo y trajeron más animales. Ahí fue cuando compré cadenas para todos.

3) Durante dos años y medio fui un inquilino prolijo y ordenado con mis pagos. La dueña de casa me decía que yo era uno de sus mejores inquilinos. Cuando fue la renovación del contrato, me avisó: quedate tranquilo que, como vos sos tan bueno, no te voy a subir mucho el precio. El día del anuncio del nuevo precio, la dueña de casa llegó con su hijo, alto y enojado. Él se encargó de avisarme que me aumentaban el alquiler un 60%. Seguido de lo cual, ella recordaba lo buen inquilino que era yo, y lo prolijo y ordenado que era con mis pagos. “Además, mirá cómo cuida el jardín, Cicco tiene bárbara la casa”. Como buen progre que era, acepté las nuevas condiciones. Pero puse en venta mi departamento en capital y compré una casa en el pueblo donde vivo. Y, para ser aún más prolijos y ordenados, avisé con tres meses de anticipación a la dueña, que dejaba la casa porque había comprado una nueva. No quería pagar más alquiler. Prefería usar el capital para mi propia casa. La dueña se lamentó: “No creo que tenga otro inquilino tan bueno como vos”. Le pregunté, en forma indirecta y siempre tratando de no herir susceptibilidades, cuándo sería la devolución de mi depósito. “Quedate tranquilo”, me dijo, descontarían las boletas de impuestos de mi último período en la casa y me reintegrarían el monto. Pasó un mes y medio de la charla, y mi conciencia progre consideró que ya era tiempo suficiente para, sin herir susceptibilidades, hacer el reclamo. “Hubo más gastos de lo pensado, casi la mitad del monto”, me explicó la dueña. “Ya te vamos a llamar”. Pasó otro mes. Y ningún llamado. Yo me había enterado que, mi antigua casa, ya tenía un nuevo inquilino. Imaginé que la dueña –que tenía otras tres casas más en alquiler- ya tenía dinero suficiente para recuperarlo. Mi conciencia progre, decidió insistir: “Ah, sí”, contestó la dueña, “mi hijo quería hablar con vos, ¿no podés venir para casa?” Mi conciencia progre consideró que hacer un reclamo de dinero, con un señor mucho más alto y enojado que uno, en su propia casa, podría traer acompañada sus complicaciones. Mejor por teléfono, le dijo mi lado progre. Y también, con mucha sensibilidad, le preguntó: “Dígame, Susana, sin ánimos de faltarle el respeto, ¿usted no quiere devolverme el depósito, no es cierto?” La dueña volvió a hablar maravillas de la calidad de inquilino que había sido. Pero que, lo mejor, sería que hablara con su hijo. Minutos más tarde, el hijo, la voz alta, firme y no muy progre que digamos, inició la charla telefónica de este modo: “¿Así que vos vas a pagarnos el dinero que nos debés?” Mi conciencia progre estaba confundida, ante lo cual, sin herir susceptibilidades, preguntó: “¿Pero cómo, no era al revés? ¿No era que ustedes tenían que devolverme el dinero del depósito?” Ante lo cual, el muchacho dijo que había tapado agujeros en las paredes, dejados por mis estantes y pintado la casa, y enumeró otros gastos propios del desgaste del tiempo, y que, ni por asomo, ascendía al costo del depósito. “Andá a averiguar cuánto sale cada cosa y me traés la lista y vamos a ver quién gana”, dijo, desafiante el hombre. Mi conciencia progre, que aún no dudaba de nadie, le explicó que lo mejor sería que trajera boletas del material comprometido y recibos de la mano de obra. Una lógica solución progre y todos contentos. Siempre hay que ir a los papeles, es la forma más cercana que tenemos de la justicia. “Ya tiré las boletas y la mano de obra no tengo recibos porque el trabajo lo hice yo. Averiguá precios y después comparamos”, repitió. “Vamos a ver quién gana”. El señor insistía para que la cita fuera en su casa o, lo que es peor, advirtió: “Si no, me aparezco por tu casa y lo arreglamos”. Sondeé precios y, si bien el promedio de tarifas de pinturas, más masilla daban a mi favor, el hombre podía tomar el precio más alto de la lista, y tasar su mano de obra con cualquier precio irrisorio –o lo que mi conciencia progre, consideraba irrisorio- para ganar la discusión y retener el depósito. A raíz de todas estas cosas, nunca lo llamé. La dueña y su temible hijo, naturalmente, nunca me devolvieron un centavo. Mi conciencia progre no sólo no podía creer que me hubieran estafado, además, sentía el mismo encono que lo llevaba a patear perros en el culo, porque, además, había sido burlado. Aquel hombre le había faltado el respeto, acusándolo de que él era quien estaba en deuda con ellos.

Hoy en día, este cronista ya no tiene conciencia progre. A decir verdad, ya no tiene conciencia alguna. Y reconoce en los gritos, las patadas en el orto, y las cadenas en el cuello, ciertas cualidades medicinales que antes no había reparado. Ahora, sólo espera poderse cruzarse por la calle con el hijo de la dueña, y que casualmente se encuentre atándose los cordones o que milagrosamente mida, como mínimo medio metro menos,  para que este cronista y su falta de conciencia, puedan acertarle una buena patada en el traste que lo haga brincar, como los perritos, sólo algunos centímetros. La mejor forma de hacer sentir que uno está enojado.

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