¿QUÉ CLASE DE ÍDOLO PREFIERE? |
Federer o Michael Jackson |
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Mientras, ante las cámaras, Federer resulta franco, humilde y amable hasta con el último orejón del tarro mediático, Michael era sinuoso, hermético, escurridizo y enfrentó estoico una de las peores acusaciones que pueden hacerle a un hombre: toquetear niños.
Federer se enamoró perdidamente de la ex tenista Mirka Vavrinec, su novia de toda la vida, vendió los derechos de su boda y los donó a fundaciones de atletas sin recursos. Dijo de su casamiento en Basilea, su ciudad natal: “Ha sido un maravilloso día de primavera y un momento precioso”.
Michael tuvo a sus dos primeros hijos con una enfermera –y un tercero con un vientre alquilado-. La enfermera insinuó que nunca tuvieron sexo. “Nunca compartimos la casa”, explicaba ella. Los dos matrimonios de Michael –el primero con la hija de Elvis Presley- no duraron más de tres años.
Federer es querible en lugares exóticos como el Polo Norte, festeja hasta cuando gana Nadal, protagonizó partidos en beneficio a la independencia de Malasia y por las víctimas del Tsunami, y es embajador de buena voluntad de la Unicef. Incluso, cuando se perfiló como emblema de las causas perdidas, a Obama lo llamaron el Roger Federer de la política. Después de derrotar a Ridick en su último Wimbledon, el tenista dijo: "No juego para batir récords, juego para dejar un legado, para ser un campeón, para ser un modelo".
Michael, en cambio, se dedicó básicamente a comprar pavadas, muñequitos de colección, guantes con cristales de Swarowski, una limusina con terminaciones en oro, jarrones de valor incalculable –más tarde, los pusieron en remate-, indios tallados en bronce. Levantó zoos privados, construyó parques de diversiones faraónicos en su casa e invitó a amiguitos que, más tarde, le iniciarían pleitos por abusos sexuales.
Acostumbrados a que las celebridades sean una sarta de mequetrefes vanidosos que sería mejor verlos sumergidos en mingitorios públicos, no está mal que alguien como Federer, con el mundo a sus pies, se ponga a la altura de las circunstancias. O que Brad Pitt y Angelina Jolie se embarren las manos, adopten niños refugiados y levanten la bandera de la igualdad social.
Sin embargo, hay algo en Michael, cierta inocencia de niño insatisfecho que lo llevó a la bancarrota, que me gustaba. Pues, en alguna medida, soñar es cosa de niños. Y él se propuso, a su modo, un modo más bien atolondrado, un sueño titánico, infantil: cambiarse por completo. Algo que, advierten algunos, podría haberlo arrastrado a su prematura muerte.
Federer podrá ser muy aplicado. Es suizo, es decir, es un mecanismo de relojería. Muy buenito. Pero Michael era un loco bárbaro. El último eslabón de una cadena de estrellas que hicieron del capricho un estilo. Michael era un monstruo. Era nuestro monstruo. Y aunque no diera un peso a las causas nobles, aunque se la gastara toda en muñequitos de la Guerra de las Galaxias como si tuviera la edad mental de un niño de cinco años, yo lo quiero así: sincero, medio boludo, talentosísimo, e inocente.
Por eso, Dios concibió a los ángeles con cara de niño. Y Michael, en su locura, en su coreografía quirúrgica, buscó convertirse en un ángel. Murió a los 50 años.
A Federer lo veo terrenal pidiendo asesoramientos sobre cómo debe sonreír un ídolo que quiere ser un buen tipo. A Michael lo veo allá arriba en el cielo, bailando para los ángeles, alado y blanco al fin. De pronto, en medio del paraiso, Jackson señala una nube. “Me gusta esa con forma de nave espacial”, dice. “Me la llevo”.
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