ASÍ ESTAFAN SU NOSTALGIA |
¿La vida perdió el sabor? |
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¿Alguna vez se ha puesto a pensar todas las cosas que perdieron su significado? ¿Todas esas cosas que consume día a día y que, para decirlo de algún modo, ya no tienen sabor alguno, incluido su matrimonio? Este es básicamente un problema de nostalgia mal entendida. Uno evoca simplemente el sabor del primer encuentro. Por ejemplo, años atrás –unos siete años- probé la cerveza Warsteiner y era estupenda. Ya le digo: espuma de mar, sabor germánico, profundo, el color de un baño de oro. Sin embargo, la Warsteiner que sirven hoy y que compró una importante maltería local, ya no es Warsteiner, es otra cosa. Pero a veces me digo: “Tal vez esta tenga el sabor de la primera, voy a arriesgarme”. La observo bien, acaricio la etiqueta –que es lo único que se mantiene inalterable-, y me trago todo ese meo frío, buscando algo de aquella vieja sensación en el paladar. Uno es bastante sencillo, neurológicamente hablando: si ve una misma etiqueta –está programado así- piensa que su interior contendrá la misma fórmula. ¿Por qué habría de dudar si las etiquetas son lo único que parece inalterable en esta vida? Una vez, una conocida consultora amiga que trabajó con malterías me confesó: “Hay muchas marcas distintas que le pertenecen a la misma compañía y que, por dentro, tienen la misma cerveza. Pero la gente no se da cuenta y las sigue comprando igual”.
Así es con todo. Uno vive de lo bueno que le ha dado el pasado. El primer bocado. La primera cogida. Un registro fresco y juvenil y medio pelotudo que guarda la memoria y que se aprovechan todos esos rufianes de las compañías –y todas esas esposas y esposos- para vendernos lo insípido, el vacío, la nada misma actual, como si fuera aquella primera impresión que uno disfrutó tanto. En Hollywood lo llaman remake: a todo lo que tuvo algún sabor, veinte, treinta años atrás, lo relanzan con la parafernalia y el sinsentido moderno, y levantan millones en pala. Es el efecto Warsteiner. Una falsa alarma con la etiqueta que todo el mundo conoce.
Con la tele sucede algo idéntico. Cada vez que uno termina de atravesar la programación completa sintiendo un vacío interior existencial comparable al de algunas empanadas de bienvenida en restorán de lujo, en verdad, usted está tomando conciencia de algo que, en medio de su vacío de empanada, quizás pase por alto. Los noticieros ya no dicen nada. Los video clips ya no dicen nada. La moda ya no dice nada. La cultura ya no expone nada, no se espera nada de ella. Los cortes de calle, nada bueno, sólo problemas. Los candidatos ya no se sabe si vienen con ricotta o son de pollo y verdura. Las publicidades hablan de gente que no somos nosotros. Los avisos de corpiños ponen a mujeres que, día a día, se vuelven menos reales y más virtuales. Todas estas cosas son, a su manera, nuestros ravioles. Nuestro efecto Warsteiner. La consecuencia de que todo esté revuelto, confundido y disuelto en una olla sin caldo a la que nadie le importa sazonar.
Pero, ¿por qué cada vez más el significado de las expresiones humanas parece escurrirse de las manos? ¿Por qué de una vez por todas no reclamamos que nos devuelvan el sabor a todo? Que la moda, el arte, la música y, sobre todo, la cerveza vuelva a recuperar su razón de ser. Su contenido. Este es un mundo lleno de cáscara, pero sin ningún huevo. Y, como todo el mundo sabe, la cáscara podrá ser muy bonita, muy colorida, muy redondeada, podrá masticarla todo lo que se le dé la gana, pero, por mucha onda que le ponga, déjese de joder: jamás hará de ella un buen huevo frito.
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