Murió uno de los directores de fotografía más importantes de la historia del cine moderno, uno que fue clave para los setenta, los ochenta y los noventa, y para directores como Wim Wenders y Jim Jarmusch. Y del que se contaban anécdotas de rodaje que revelaban una sabiduría de esas prístinas, que provienen de la sabiduría del sentido del humor y de la sabiduría más importante, la de saber que nunca se termina de aprender.

Robby Müller fue el director de fotografía de Alicia en las ciudades, nada menos. Esa película inoxidable de mediados de la década inoxidable, la de los setenta. La que pudo haber sido hecha en color por un sponsor pero se sentía y se imaginaba en blanco y negro y se decidió en blanco y negro, con convicción, por Wenders y por Müller. Si googlean en críticas de cine podrán comprobar que “blanco y negro” aparecerá muchas veces acompañado de “magnífico” o alguna otra palabra asociada, también demasiado en automático, como “sublime”; el problema del abuso de esos términos es que los desgasta a la hora de tener que usarlos con justicia, como en el caso de Müller. La luz de Alicia y las ciudades recortaba espacios de soledad y quietud, y hacía de esas nubes de distintas ciudades y distintos continentes unos cielos protectores, de esos que el cine solía ofrecer como límites seguros para la evasión del propio derrotero, como invitación a meterse en otros mundos, otras vidas desconocidas antes de entrar a la sala (ahora casi siempre conocemos de antes a Ant-Man y demás insectos).

Para Müller, el color agregaba mucha información, y había que ser consciente de eso. Y Alicia -digresión: uno de los nombres más cinematográficos, de Wenders a Allen, de Scorsese a Disney- necesitaba blanco y negro, aunque nunca conoceremos su variante en colores (no, por favor, no la coloreen, y que no vuelva la moda de la colorización). Fin del blanco y negro: París, Texas, otra de las fundamentales Müller-Wenders, es uno de esos ejemplos de altísima claridad sobre la sabiduría del director de fotografía holandés a la hora de pensar el color; ese pensamiento sobre el color recuerda a los de Eisenstein, y a los de Murnau o Hitchcock sobre el sonido: los elementos en uso deben ser pensados, desnaturalizados, deben ser parte consciente de la escritura fílmica. Quizás ese sea el punto de partida necesario para poder llegar a imágenes inmortales como las de Nastassja Kinski con su pullover de angora rosa (o fucsia), con la línea de su espalda admirable, con el rubio de su pelo, con el espejo y sus alrededores plateados y abollados; y el maquillaje y la cortina y la muy probable envidia de David Lynch.

Müller era de los DF que conversaba mucho con los directores, y de los que -aplicando los criterios de Godard cuando escribía crítica y no tantos sermones sobre el mundo- buscaba airear los planos porque era “permeable a las tentaciones del azar”. Es decir, era de uno de esos creadores -y no sería del todo injusto llamarlo co-creador, junto a los autores con los que trabajó casi siempre en su carrera, menos prolífica que la de otros DF de las últimas décadas- que aceptaba las influencias de lo imponderable, lo inmanejable. ¿Y si llueve y el guión no decía lluvia? ¿Y si probamos con la lluvia? Y si no, en todo caso, ¿para qué molestarse en filmar? ¿por qué no dejar autómatas que procesen un story board? Müller fue uno de esos ejemplos de creadores no directores que invitan a citar a Pauline Kael, cuando se preguntaba por qué las películas más divertidas de Howard Hawks y otros contemporáneos tenían a los mismos guionistas. Pero tal vez no sean horas, ni días, para repensar Kael y sus cuestionamientos al autorismo más lineal; ni tampoco a Wenders, ni a Jarmusch, ni a Von Trier aprovechando a Müller al borde del retiro en el cambio de siglo. Sin embargo, siempre son horas, y días, para recomendar una de las mejores películas de William Friedkin, en la que junto a Müller presentó una Los Ángeles mucho más roja e incendiaria que la azul a la que nos acostumbraron Michael Mann y su luz italiana: si todavía no vieron Vivir y morir en Los Ángeles no sé qué hacen leyendo este texto. Chau, Robby, tan grande que pudiste iluminar a la perfección a Rüdiger Vogler cagando sin trucos En el transcurso del tiempo, pieza de compañía -con otro tono- para el perro y Divine en Pink Flamingos. Müller estará en muchas antologías, también en las de las inoxidables escatologías del inoxidable cine de los setenta, tan resistente que pudo convertir a un par de cagadas en ítems positivos, memorables e insoslayables.