Cerrar una trilogía con este adefesio llamado Pitch Perfect 3 -bah, vaya uno a saber si no vendrá revoleada una cuarta entrega y el cierre no es tal- luego de dos muy buenas películas debería ser motivo de alarma. No porque no haya habido malas secuelas antes, ni películas malas por doquier en la industria en todas las épocas, sino porque estamos ante un nivel de desperdicio no tan común.

Y el desperdicio en cuestión tampoco es tentador como potlatch ni para ir a buscar los escritos de Georges Bataille y sus nociones acerca del gasto improductivo. Esta película sin grandeza alguna no ha sido un gasto en términos económicos porque recaudó a lo bestia, con importantes récords. En Argentina Pitch Perfect 3 no pasó por los cines, pero aquí las otras dos tampoco habían sido exitosas a pesar de haber conseguido salas (de forma bastante tardía, sobre todo la primera). Todo esto de lo que yo hablaba en la crítica de la segunda parte aquí ha desaparecido casi por completo. ¿Los motivos? Hay uno general, claro, directo, cercano a lo brutal: en Pitch Perfect 3 no hay algo ni remotamente parecido a la instancia de dirección de una película. En términos informativos, apuntemos que la primera Pitch Perfect fue la ópera prima de Jason Moore y la segunda fue la ópera prima de Elizabeth Banks; esta tercera es el segundo largometraje de Trish Sie. Y repensando las cosas, sí hay un gasto con Pitch Perfect 3, algo que genera bronca porque es una forma enojosa de romper lo que no debería romperse, de darle argumentos a los que consideran que nada bueno puede provenir a estas alturas de Hollywood: esta película demuestra a un nivel demasiado alto que se siguen haciendo films arteros, sin compromiso alguno, sin deseo, sin cariño; películas de autómatas, o incluso menos que eso: películas en las que cada plano es algo así como el mínimo común denominador de los modos sub televisivos al uso, como si nunca hubiera habido una decisión de puesta en escena. Y, para peor, esta tercera parte ni siquiera aprovecha lo que en otros tiempos era una base de entendimiento de la industria en estos búnkers de éxito asegurado: ¡lo menos que podemos pedir es que no haya groseros pifies en el montaje! Y en Pitch Perfect 3 sí los hay. Y hay además se nos ofrecen esos ralentis que ya ni se usan como parodia en Youtube; y las coreografías y las performances son ofendidas por cortes en demasía y a la bartola, y con algunos playbacks mal pegados con inaudita displicencia (notoriamente los de Anna Kendrick, que ha decidido acompañar fotogénica y gestualmente el afeamiento general de la película). Y ni hablemos de la ausencia de micrófonos para todas menos una del blandengue musical final, de instrumentos que no suenan pero se los ve tocar, y del nivel del humor y las referencias de género que intentan pasar por actuales pero son de serie de los sesenta. Todo lo que está mal, que es mucho, queda aún más expuesto porque Elizabeth Banks y John Michael Higgins siguen teniendo química y ese carisma de un cine anterior y más querido por ellos y nosotros, y porque los fragmentos de los títulos finales muestran que se habían rodado mucho mejores secuencias que las que quedaron finalmente adentro, por lo que ya podemos pensar que Pitch Perfect 3 tiene componentes de autosabotaje fílmico.