Con un fanático de John Ford, Clint Eastwood o Luis Buñuel te podés tomar un vino aunque no estés de acuerdo con su visión del cine; con los fanáticos de David Lynch, Christopher Nolan o Stanley Kubrick es más difícil: uno se da cuenta de que el brindis, si ocurre, tendrá que ser con vino lyncheano, nolaniano o kubrickiano. Y que su visión del cine tratará de imponer una cepa, su cepa.

Hay ciertos directores que generan y fomentan un culto más de tipo hincha de fútbol que de espectador de cine. Bah, no ellos necesariamente, aunque tal vez algunos rasgos o coordenadas de su obra sean el manantial del que brotan las ganas de portar estandartes con orgullo y fiereza. Como reflexionaba Pauline Kael al citar cierto estilo de frases de textos de los sesenta acerca de las películas de Antonioni, algo en su cine quizás las fomente, y fomente ese sentido de pertenencia un tanto agresivo, además de cargado de jerga. De hecho, empezar esta nota hablando de fanáticos de Ford, Eastwood o Buñuel es muy objetable. ¿Hay fanáticos de Ford como los hay de Kubrick, con ese nivel de intensidad expansiva en su convicción? Por otro lado, no parece muy errado pensar que es más probable que un fanático de Lynch, Kubrick y sobre todo Nolan jamás haya visto un film firmado por John Ford o Buñuel que a la inversa: alguien que conoce el cine de Ford, Buñuel e Eastwood seguramente haya visto al menos algunas películas de los otros tres realizadores. Y, puestos a elegir habiendo visto cine de los seis en cuestión, ¿quién podría elegir a Kubrick antes que a Ford, a Lynch antes que a Buñuel, o a Nolan antes que a Eastwood? Pero uno reflexiona sobre estos asuntos desde la realidad no ser fan de estos directores más aptos, más tentadores para el fan contemporáneo, tipología que no honro, aunque aclaro que me gustan mucho varias películas de Lynch, algunas menos de las de Kubrick, y aun menos de las de Nolan (una).

Me sigue asombrando la capacidad de agresión del fan de Nolan ante las -pocas- objeciones que pueden llegar a recibir sus películas, en general blindadas por capas y capas de defensa y admiración. Me descoloca el desencanto del fan de Lynch ante cualquier comentario que no sea la hipérbole más hiperbólica de la historia sobre cualquier ejemplo filmado y firmado por el señor de Montana, incluso el más plano más microscópico e irrelevante. Era fascinante y a la vez perturbador, tal vez más perturbador que fascinante, leer los elogios cada vez más desmesurados frente a cada capítulo de la nueva Twin Peaks. Con Kubrick las reacciones frente al que se niega a entrar en la feligresía es más del estilo cara de estupefacción ante la noticia de que no, no me gusta El resplandor. Ahí ponen cara de ¿“pero no era que a este le gustaba el cine?”.

Le recomendaría a casi cualquier persona que gusta del cine que no se pierda El otro lado de la esperanza de Aki Kaurismäki, estrenada en Buenos Aires y un puñado de otras ciudades la semana pasada (en una extraña coincidencia, junto con otra película que transcurre en Finlandia, Tango suomi). Sin embargo, hay algo que empieza a preocuparme: también con Kaurismäki aparece ese coro de gente que sube el calor de los elogios a la película, que se monta en máximas imperativas, y se empieza así a desconvocar al espectador potencial y a llamar al acólito, al fanático. Convencer al convencido, reafirmar al afiliado o pedirle afiliación premium, o buscar a nuevos seguidores mediante formas más aptas para reclutar que para convencer: se idealiza así al partisano, al militante, y no del cine en general sino de ciertos colores en particular, de determinadas camisetas. Se busca entonces la militancia, y ciertos directores tienden a generar estos fenómenos, o a no distanciarse de ellos. De hecho, por ejemplo, hay algo de intención de reclutamiento de la atención y de la emoción por la fuerza en la agresividad persistente de la abusiva música de Hans Zimmer en Dunkerque, invasión sensorial guerrera de Nolan. Pocas cosas más lejanas a mis ideas de relación con el cine.