Hace algunas semanas, es decir meses después del estreno, vi Rogue One: una historia de Star Wars. Como suele suceder cada vez más y cada vez más rápido, ver una de esas películas globales luego de su momento de auge es, casi, hacer una especie de arqueología cultural. “¿Y por qué la viste recién ahora?”, me han preguntado. Mi respuesta fue que cuando se estrenó en diciembre tenía que ver muchas otras películas. Pero una respuesta más elaborada, hoy, podría ser que soy de la época en la cual las películas duraban no solamente más en cartel sino que además podían verse durante más tiempo, que no era tan raro ver en la primera mitad de 2017 una película estrenada en el último mes de 2016. En estos tiempos las películas, y los capítulos de series, parecen tener un atractivo extra si son vistos en el momento del lanzamiento. Y con “momento del lanzamiento” estamos cada vez más cerca de la idea de “en el exacto momento en que se pone disponible on line una serie” o “en la primera función de una película, y si hay que viajar a Australia para que sea antes, bueno, se justifica”.

La gente que ve series “fuera del momento de auge” lo dice casi con vergüenza, y algunos lamentan no haberlas visto en el momento para así poder tener gente, o más gente, con quien comentarlas. Pienso que hasta sería buen negocio vender horas de acompañamiento especializado para gente que vio series o películas “fuera del momento del boom global”. Un servicio de acompañantes terapéuticos, gente que se especialice en comentar con el espectador tardío, para que no se sienta tan solo. El momento se hace cada vez más importante, y eso sucede justo cuando podemos acceder con mayor facilidad a ver lo que “nos perdimos” o decidimos no ver en ese preciso momento. Pero no es de esa contradicción de la que quería hablar sino de otra: no deja de ser chirriante que cuando se entroniza el momento en el que tienen que suceder las cosas, se produzca algo como la aparición de Peter Cushing -muerto en 1994- en Rogue One. No es Peter Cushing, claro, en realidad es una imagen corpórea basada en su imagen. No sé cómo se hizo este prodigio monstruoso pero no es obviamente actuación, es algo así como animación pero que no devuelve el ánima, el alma; pone de manifiesto, quizás, la necesidad de que el fanático no manifieste objeciones, que no se queje de que el personaje que encarnó Cushing en 1977 sea interpretado por otro actor, o que no se enoje porque el personaje se muestre sólo de espaldas. Quizás sea la necesidad de exhibir la capacidad de la tecnología de hacer una cosa así, y quizás por eso el personaje tenga más peso del que podría haber tenido. No parece fundamental que Grand Moff Tarkin tenga varias apariciones en el relato: podría haberse reducido el personaje sin grandes daños narrativos. Pero la jugada para la tribuna de “resucitar a un actor” se impuso, y así asistimos a un deambular de una imagen que se parece a Peter Cushing -aunque se parece a él menos que una fotografía-, que luce unos ojos falsos y movimientos no demasiado convincentes. Una marioneta indigna, un aparecido lúgubre, un zombie digital, una demostración de poder tecnológico, de marca. Una inclusión que niega el momento mientras suma una conversación más a “las del momento”. Una forma de negar el tiempo, eso que el cine, nos enseñaba Bazin, podía retratar como ningún otro arte. Y así, en lugar de ver a Peter Cushing en la Star Wars de 1977, o de ver a Cushing en alguna película de la Hammer, vemos a Cushing en una película rodada en 2016. Pero claro, no podemos hablar de rodaje en el caso de Cushing. Y en realidad tampoco de Cushing, sino una forma basada en Cushing que se mueve para deslumbrar a algunos y horrorizar a otros.

Hace unas semanas, entonces, cuando había pasado el momento, ese tiempo en el que “había que ver” Rogue One, la vi. Y ahora, a unas semanas, recuerdo que se parecía un poco a diversos retazos de otras Star Wars, que Mads Mikkelsen actúa menos tiempo del que yo creía, y que sobre el final se logra cierto crescendo dramático en la unión de las acciones, casi una emoción. Pero siento que todas esas impresiones se irán evaporando con el tiempo. Lo que no creo que se evapore es mi sensación de estupor -casi asco, diría- ante una operación como la realizada con Peter Cushing, ante esa suprema perversión -pero sin gracia alguna- del arte del cine, de su capacidad para mostrar, justamente, que un mortal filmado puede perdurar cabalmente en nuestra visión y nuestra memoria si se lo filmó cuando estaba vivo.