Hay una frase de Oscar Wilde que dice algo así como que la arquitectura define la vida de la gente, sus nociones de belleza, su relación con el arte. La arquitectura del hogar y también de las casas vecinas, del barrio, de la ciudad. Siempre me pareció una de sus frases más acertadas. No recuerdo en qué libro está. En realidad sí me acuerdo, pero -para seguir con Wilde- me disfrazo de que no me acuerdo. Porque me acuerdo de otras cosas. Y de lo que quiero decir que me acuerdo, y de verdad me acuerdo, es en qué cine vi las miles de películas que vi antes de la era de los multicines, de las cadenas con gente que te corta la entrada y te dice “que disfrutes la película” aunque te dispongas a ver Irreversible.

Con los multicines me acuerdo de en qué complejo vi cada película, pero no del número de la sala, salvo alguna excepción. En general, arquitectónicamente y en la decoración, son muy parecidas entre sí esas salas, aunque cambian de tamaño y a veces de cantidad de cuerpos de butacas. Pero había muchas más diferencias entre las salas del Ocean 1 y el 2 en Lavalle vereda impar las que hay entre cualquier sala de los complejos multipantalla, a no ser que hablemos de cines premium con comida (?), Imax, butaca con propulsión a jet o alguna cosa por el estilo. El cine, para los que veíamos películas entre los 70 y los 90, era también una sala en especial. Salas especiales, preferidas, que nos gustabas más que otras. Sobre este tema ya escribí otras veces, pero en esta ocasión quería recordar en qué salas vi a la Princesa Leia. La vi por primera vez, cuando le grababa un mensaje a Arturito (R2D2) ante el acecho de los Stormtroopers, en el Cine Italiano de Marcos Paz, provincia de Buenos Aires (en realidad le decíamos “el cine” porque era el único que había). Después la volví a ver en el Gaumont, muchas veces, cuando era una sola sala y no tres. Y también en el cine Suipacha, cuando El regreso del Jedi ya había salido de las salas de estreno e iba a las “de cruce”, porque quise verla por quinta vez. Y después en el Atlas Lavalle, en los reestrenos con nuevas escenas de fines de los noventa. Episodio VII: El despertar de la fuerza la vi en una privada, en el Hoyts Abasto, en alguna de las salas, no recuerdo el número. Ante las muertes del cine del año 2016, recordé también que vi El lado oscuro del corazón en el Gaumont, el cine que siempre elegía si tenía la opción. Porque yo elegía los cines y no solo en función de la cercanía, aunque el Gaumont estuvo muchos años cerca. Y ahora también. Pero si podía elegir entre Santa Fe 1 o 2 e Iguazú en Lavalle, me quedaba con el Iguazú. Y el Ambassador -Lavalle 777- les ganaba a casi todos. Y prefería el Ocean 2 al Ocean 1, porque tenía mejor pendiente. Nunca me gustó demasiado el Losuar, pero ahí vi, cuando todavía no elegía yo la sala de cine, Laberinto. Y este año ante la muerte de Bowie me acordé inmediatamente de ese cine, especialmente largo, con una pantalla demasiado pequeña para la cantidad de filas. Entonces había que ir especialmente adelante.

Ojalá la ciudad de Buenos Aires hubiera conservado más salas de cine de esas singulares, históricas, unas cuantas de ellas verdaderos tesoros arquitectónicos. En Berlín, y ese es uno de los muchos motivos por los cuales me gusta tanto el festival de esa ciudad, hay muchas salas arquitectónicamente impactantes que se usan para la Berlinale, además de muchas otras de complejos modernos con la última tecnología, incluso una sala Imax. El Delphi Filmpalast, el renovado Zoo Palast y el Friedrichstadt-Palast Berlin son experiencias que van más allá de las películas, y a veces las potencian especialmente. El Friedrichstadt-Palast no se usa para cine todo el año, pero sí para el festival. Ahí vi Knight of Cups de Terrence Malick. Esa visión, más la visita a ese palacio insoslayable, fue uno de esos impactos cinéfilos perdurables. En Buenos Aires esa película no se vio en salas, ni siquiera en las intercambiables de los complejos multipantalla.