Sábado. Leo una entrevista, de hace unos meses, a Alan Pauls. Salió en La Nación. Antes de las preguntas, Victoria Pérez Sabala, una periodista tilinga, escribe: “Por los pasillos de la casa, Pauls camina entre cientos de autores: los mejores. Por un lado ficción, por otro, no ficción. Debería tener un castillo para poder albergar todos los libros que quiere.” ¿Un castillo? ¿Esa es la idea que le genera una biblioteca grande? Pero más me llama la atención “cientos de autores: los mejores.” Desde luego, hay cientos de autores que son los mejores. Los mejores, para decirlo al revés, llegan a ser unos cientos. No más. Ahora bien, ¿Pauls solo lee a los mejores? ¿No lee a los que no son mejores? Creo que hay algunos buenos entre los no mejores. Y de paso, solo leer a los mejores es limitado. Estoy seguro que Pauls tiene una biblioteca secreta para los no tan mejores, una biblioteca que puede dar grandes momentos de concentración, descubrimiento y placer lector, tantos como la biblioteca principal que recorre y le muestra a los periodistas.

Domingo. Ayer en una asado en la casa de Robles, le regalé El modo de existencia de los objetos técnicos a Mavrakis. Él a su vez me pasó La utilidad del odio, su nuevo libro de ensayos.

Lunes. Mi hijo sacó un libro de la biblioteca, una antología de jóvenes escritores. Lo sacó en su gesto infantil mimético y lo dejó sobre la mesa. Lo miré. Recordaba el libro y repasé la lista de jóvenes escritores y no me vi ahí. Podría haber estado sin sorpresa. Y entonces me di cuenta de ese suave destino. Ser primero un joven escritores, luego, un escritor adulto, especialista en mis temas, con alguna deriva a otra disciplina como la crítica literaria, la filosofía, la sociología, el psicoanálisis. Algún grado de consagración también. Nada del otro mundo. Siempre dentro de la lista. La inefable y sistemática lista de escritores argentinos. Verme escondido ahí, descubrirme potencial, tácito, en ese recorte, en esa categoría, se me antojó un destino, afectado, pero un destino al fin. No ser el centro, no ser el mejor, descollar un poco, pero siempre ser uno más en la lista, volcado a la Segunda Guerra, a la historia del siglo XX, a los totalitarismos, a los rinocerontes, al Atlántico Sur, a los ripios de la sexualidad y del catolicismo, a las irredentas discusiones de los géneros literarios, a Wagner y a otras músicas, al artículo como el ensayo del pobre, al romanticismo alemán, Shakespeare, a Sarmiento, a Nelson Rodrigues y a Bobby Arlt. Por ahí, merodeando esos bordes, un poco escondido, un poco olvidado, pero nunca borrado del todo, Juan Terranova.

Martes. En las redes encuentro una foto del patio de la Facultad de Filosofía y Letras donde se ve una parrilla en el piso llena de chorizos y un hombre, con el torso descubierto, agachado en posición de asador. Atrás se lee un cartel que dice “Jornadas en homenaje a H.P. Lovecraft.” En un hueco en la pared alguien dibujó un indio amordazado encadenado a la frase “Liberdade libre” y leo algunas siglas pintadas en la pared que entiendo representan partidos políticos de izquierda. La imagen me genera un sentimiento ambiguo, una mezcla de orgullo y devastación. Después de todo ese patio, la parrilla, los embutidos, el fuego y el asador en cueros, la representación caricaturesca del indio y las pintadas políticas, ese sistema de obscenidades, burocracias, transgresiones y denuncias, todo eso, forma parte de mi educación universitaria.

Miércoles. Dos sueños de dos noches diferentes. En uno, volvía a tocar el contrabajo. En otro, viajaba a Malvinas y me daba cuenta de que me había olvidado de llevar la cámara de fotos. Eran dos sueños de angustia.

Jueves. Pizarnik en sus diarios: “He querido decir violencia y solo atiné a recordar el lenguaje de la sumisión.”

Viernes. La vieja cita de Flaubert a mano, siempre útil, siempre exacta: “La mayoría de los hombres que estaba allí habían servido, por lo menos, a cuatro gobiernos, y hubieran vendido a Francia o al género humano para garantizar su fortuna, evitarse un contratiempo, una dificultad o por simple bajeza únicamente, adoración instintiva de la fuerza. Todos declararon los crímenes políticos inexcusables. Más bien era preciso perdonar los que provenían de la necesidad. Y no faltó poner el eterno ejemplo del padre de familia, robando el eterno pedazo de pan en casa del eterno panadero.”