Lunes. Miro I, robot. La película demuestra que las tres leyes de la robótica de Asimov están íntimamente ligadas a las aspiraciones totalitarias del iluminismo. El contrapunto entre la cara de Will Smith y la cara del robot funciona. Y la psiquiatra mira tv con su robot que es una mezcla de amigo gay con mayordomo. No tiene gato porque es alérgica. Qué guiño. Creo que la primera ley de la robótica ya encierra una serie de paradojas y contradicciones que la modernidad nunca pudo resolver: “Un robot no puede hacer daño a un ser humano o, por su inacción, permitir que un ser humano sufra daño.” ¿Cómo evitar que los seres humanos se hagan “daño”? No permitir que “por inacción” un ser humano “sufra daño.” Ni Kant se animó a tanto.

Lunes, más tarde. Si I, robot tuviera de protagonista a la psiquiatra en vez de al policía de homicidios se podría llamar La mujer que amaba a los robots. ¿Tanto? Bueno, la gran pregunta a fines de este siglo va a ser: ¿Esta noche la señora prefiere el clon de Will Smith o al robot de siempre?” El doctor Zurita dice que van a ser “dos pastillas.” Me ganó. Miro tv de aire a la tarde porque no voy a trabajar. ¿Qué buscamos en la televisión de aire? Crueldad. ¿Contra quién? Contra todos. Esa también es una ley.

Martes. Me queda en la cabeza el tema de los robots y su actualización. Muy pronto, Netflix va a ofrecer robots sexys que te pegan con la mano abierta y te dicen: “you want the truth? you can't handle the truth!” Ah, pero van a tener un gran sentido del humor. Experimento final. Año 2099. Antes de la llegada del siglo XXII, el clon de Asimov es sometido al peronismo y colapsa.

Miércoles. Ni la guerra ni la neurosis son euclidianas. No se fia. No insista. Encuentro en la web una foto de Pound, en Venecia, con clima invernal, ya viejo. La foto dice que es 1963. En el fondo, un hombre se da vuelta para ver a quién retratan. Ser viejo, ser reaccionario, ser como el poeta americano que decidió irse a Italia a fracasar, a la cárcel, al manicomio, para ser libre. What thou lovest well remains, the rest is dross.

Jueves. Llevé la guitarra de mi hija a un luthier de Villa Crespo. Se le había hecho una rajadura. A la hora convenida, golpee la puerta del local, a metros de la avenida Corrientes. Fue toda una escena. “Es un guitara humilde” dijo la mujer que atendía. Y agregó: “¿Usted tenía turno?” Sí, tenía. Pero ¿qué hacía la mujer ahí? ¿Ella también era luthier? “Sí, me gustaría que la arregle” dije. Les mostré la guitarra. El hombre se acercó. Pelado, camisa blanca, anteojos. El lugar estaba lleno de instrumentos que decoraban las paredes. También había equipos de audio, parlantes, amplificadores. Le avisé que la guitarra era de mi hija. “Bueno, yo le pasaría un número…” dijo el hombre, dudando. Era obvio que no la quería arreglar. Desconfiaba. Al ver la rotura la mujer dijo “es de contrachapado” o algo así. Me quedé en silencio. La inspeccionaban. “¿Es de su hija?” Asentí. “¿Estudia?” preguntó el luthier. “¿Perdón?” respondí. “Si se está formando” volvió a decir. “Sí, sí.” ¿Qué esperaba que le dijera? ¿Era importante para el arreglo? ¿Y si teníamos la guitarra solo por el placer de tenerla? “Bueno, le voy a pasar un número…” volvió a decir. La mujer repitió “es una guitarra humilde.” Todos hicimos silencio. Miré un bajo Fender, muy bello, tornasolado, que colgaba del techo. “Acá arreglamos guitarras, bueno, como esta Martin…” dijo el luthier y no terminó la frase. El número, desde luego, resultó excesivo. Acepté. No hubiera ido para atrás. Ofrecí dejar una seña. La mitad del trabajo. Entonces se lo tomaron con un poco más de seriedad. Al final, ellos eran luthiers y la guitarra tenía una rajadura. Pagué. Saludé. Me fui. Antes de irme dijeron “diez días.” Por supuesto. Estaban muy ocupados con sus otras guitarras. Luego crucé el Parque Centenario. Me detuve a tomarle una foto a Pasteur. Más bien al monumento que lo recuerda. Es realista. A unos metros, está el Instituto que lleva su nombre. En la estatua, el médico higienista, sentado en una poltrona, prefiere examinar un cráneo pequeño, de algún mamífero, supongo un perro, antes que leer un grueso volumen que tiene en su regazo. Te entiendo, Louis. A veces hay demasiada rabia en el mundo para leer. A little something for us.

Viernes. Me repongo de la gripe con el cuerpo cansado. No puedo escribir así. Pero puedo leer. Escribir entonces es una actividad física, leer, una actividad intelectual. ¿De verdad? No descubriste nada, Terranova.