Hay mucho de Robbe-Grillet ahí, en Juan José Saer. También del existencialismo francés. Y eso lleva directamente al siglo XIX, a ese “gran siglo de la novela” que fue, visto desde Argentina, en buena medida francés con Stendhal, Balzac y Flaubert y un poco inglés también con Dickens. A Saer lo veo muy lector de Balzac, por ejemplo. De las ediciones populares de Balzac. Y obviamente está Faulkner. Un Faulkner muy bien leído, muy bien entendido, bien procesado, reescrito, ejercido, aplicado. La escena del joven Saer en un bar de la Santa Fe de la década del 60 leyendo las traducciones que hacía la Editorial Rueda de Faulkner y comprendiendo que eso también podía pasar ahí, en ese lugar, me parece reveladora y tierna. El joven Saer, aprendiz de escritor, el hijo de tenderos turcos que quería conquistar el mundo. A su manera lo logró.

Esto de base, y es un poco lo que dice todo el mundo. Pero Saer era un turco pillo y sabía operar más allá de las modas. Sus mejores novelas tiene algo del relato oral de su zona de influencia. Las que no son tan mejores es donde eso se pierde. Era bueno escuchando y mirando.

Así las cosas, lo entiendo como un conservador en todo sentido. Un canónico de voluntad canónica y deseo canónico. Su fuerza reside ahí. Si fue medianamente experimental en algunos momentos, muy pocos, lo hizo justamente para generar un contraste que mostrara que sabía narrar de forma precisa las mismas historia de siempre. Ahora, como articulista fue muy malo, incluso pésimo. Sus lecturas críticas eran pobres, y su biblioteca ensayística muy acotada. No sabía nada de política, ni de estética. Muy poco de filosofía. Repetía siempre lo mismo como un loro. Pero, curiosamente, eso lo fortalecía. Su novelística se para también en esa obcecación. Eso es algo que siempre me resultó raro porque yo creo que para escribir bien, hay que pensar y leer bien, y Saer hace una operación que va contra eso. Entiende lo que puede sacar de Joyce y lo usa, y por ahí las otras operaciones que hacía Joyce no las entienden, y no le importan, y creo que en algún punto eso está bien. Manuel Puig, tan distante de su manera de trabajar y entender los libros, hacía algo parecido.

Hay muchos que siguen a Saer sin tamizarlo, otros capitalizan mejor sus enseñanzas. Copiar un escritor que te gusta no me parece mal, pero el resultado tiene que ser magnético, interesante, no empobrecedor. Al final, todos somos epígonos de alguien. Pero hay experimentos más interesantes y otros menos. Luciano Lamberti para mí es un intérprete y traductor de Saer válido y rico. Su libro de poemas San Francisco-Córdoba me parece vital para leer todo lo que vino después en Lamberti, que es bueno, y a veces muy bueno, pero también le impone una luz a la obra de Saer, demarcando las partes que pueden ser mejor leídas hoy. Con El asesino de chanchos me pasa lo mismo. Hay otros escritores que hoy siguen a Saer y que no me interesan porque son aburridos.

Beatriz Sarlo fue, quizás de manera involuntaria, su gran publicista de fin de siglo. Digo involuntaria y publicista, pero en definitiva fue mucho más, realizó una lectura privilegiada de su obra y les hizo leer a muchos de sus alumnos, yo entre ellos, a Saer por primera vez. Para mí Saer es una lectura universitaria. Y eso me lleva a una pregunta que no puedo responder. ¿Qué habría pasado si lo hubiese encontrado antes o al costado de las aulas? Lo que sí son insoportables son los fanáticos de Saer. Con esos mejor no hablar. Hay muchos, la mayoría estudiantes de las grandes ciudades que nunca pisaron una zanja o vieron un caballo.

Creo que Saer era una hombre de los años cincuenta. Era machista en sus prácticas, un machista inocente. Me gusta mucho como describe a las mujeres en sus narraciones. Pero lo que no le salen son los niños ni mucho menos los adolescentes. Siempre parecen fantasmas. Me gustaría señalar que como autor, recaía en algunas contradicciones bastante ridículas. Por ejemplo, insistir con el concepto de zona, Colastiné norte, el río y la naturaleza y a la primera posibilidad rajarse a Francia. Creo que vivió más tiempo en Francia que en cualquier otro lado. Eso es, al mismo tiempo, falluto e interesante, lírico. Habla de las falencias mismas de la representación y la confianza en la experiencia. También me molesta que hablara con pasión de algunas cosas y fuera en el fondo tan frío con otras. Creo que muchas veces le servía engañarse y autoengañarse, y que eso viene de cierto clasicismo vital que pregonaba. El recurso de la forma. Que la forma decida por sobre todo… Qué envidia esa obra tan constante, tan uniforme, tan pensada, tan telúrica y adorniana al mismo tiempo. Como fuere más allá de todas sus pretensiones, la novela es un género noble y él lo honró, lo entendió y le dedicó su vida con mucho talento. Eso siempre vale.