Libros y Lecturas

Viernes. Me levanté a las siete, llevé a Carmelo al colegio, volví, le hice el desayuno a Mia Antonella, que se fue a trabajar enseguida y después estuve en silencio escribiendo. A las once se despertó Pierina y fuimos a recorrer dos librerías del barrio que yo no conocía. En la primera había estado hace unos años para llevarme un libro que había comprado por Internet. Pero esta vez nos quedamos. Es una librería pequeña de libros usados y tiene un estante dedicado a Stephen King. Ahí compré el libro del coronel Forti sobre Malvinas.

Domingo. Me entretengo leyendo el diario de Bioy. Cada vez que aparece la SADE como escenario de algún gafe o encuentro, no puedo dejar de pensar en esos decorosos valijeros, acomodadas poetas y turistas letrados armen con su sigla el apellido del Divino Marqués. Hay coincidencia que señala la falta con cierta ironía. En uno de sus programas de televisión, Piglia despreció el diario de Bioy, cito de memoria “ese libro horrible que hizo Bioy”, pero al leerlo encuentro tanta empatía… Está realmente bien escrito. Y lo que cuenta, condensado, es de muy interesante a sorprendente. En mi juventud milité la novela como artefacto último de las letras, pero ¿cómo combatir la verdad material del diario?

Viernes. Hace quinientas semanas que escribo este diario de lecturas. Hace doscientas semanas ya estaba cansado. Ahora estoy en otro nivel. El jueves me di la tercera dosis de la vacuna y después sentí fiebre. ¿Dónde está la pandemia? Es difícil decirlo. El virus sigue matando gente, pero ya estamos todos muy aburridos. ¿La pandemia sigue en el Estado, en la televisión? ¿Dónde se parapeta y esconde el virus? En todas partes se espera el comienzo de las clases y seguimos llevando el barbijo en los lugares cerrados. Lo demás parece parte de un pasado que todos queremos olvidar.

Lunes. Hoy fuimos con Carmelo al cementerio británico. Había llovido y se sentía la humedad. El cementerio cierra a las cinco. Llegamos a las cuatro, saqué unas fotos y nos empezaron a picar los mosquitos. Pasó un jardinero y le pregunté por la tumba de Torre Nilson pero no me supo decir. Le di las gracias y me recordó que a las cinco cerraban. Cuando se fue, nos quedamos solos, mirando los nombres en las lápidas y las hiedras del verano. Éramos un adulto y un niño caminando y dudando entre los muertos. Finalmente desistí de encontrar al director de cine y nos fuimos.

Lunes 31 de enero. Estoy llegando a las quinientas semanas de este diario de lecturas y tengo la impresión de que siempre escribo la misma deslucida página con algún acierto menor, muy poca cosa, y solo en algunos momentos aislados. Leer, ¿qué leer? ¿Para qué? Escribir, ¿qué escribir? ¿Para qué?

Domingo. Veo La Terraza de Torre Nilson, 1963. Me parece excelente. El guión, la joven Graciela Borges, la actuación de Favio. Todos los planos se esfuerzan, sirven. No es difícil imaginarse una remake. La escena del picnic judío, el erotismo estival, los cuerpos jóvenes… A la noche, casi de madrugada, vuelvo a ver El dependiente de Favio. Me vuelve a gustar. Cada vez que la veo me gusta un poco más. Esta vez descubro que tiene producción de Torre Nilson. ¿Qué clase de ruido? Una piedra más en el camino que lleva a Roma.

Jueves. A doce días de haber empezado mi novela tengo tres páginas de un primer capítulo breve. Me gustan. Además cuento unas veinticinco páginas de notas. Usé casi tres días en poner en orden esas notas separándolas con prolijidad en veinte capítulos y me llevó un día entero en elegir un título. (Ese día me lo pasé en YouTube escuchando música y viendo fragmentos de documentales.) El tema es que todavía tengo que leer la bibliografía que elegí como mi corpus de apoyo. Hasta que no termine esos libros autoimpuestos como indispensables no voy a poder escribir con libertad. Mientras tanto voy ablandando el terreno, sigo tomando notas. Siempre escribí novelas de esa manera, amasando el material con paciencia, recortando las formas, desechando y transformando y limando. La novela, sus frases, su trama, es algo sucio que debo desmalezar. Está ahí, pero tengo que ir sacando lo que sobra, ordenando lo que queda y para nada no inventando lo que se me ocurre.

Viernes. Sueño que Hernán Vanoli me pide que lo acompañe a buscar su auto. Vamos hasta un estacionamiento subterráneo. Cuando empezamos a bajar, noto que la pendiente es muy empinada. Empiezo a dudar. Siento terror. Vanoli ya no está. Cuando me doy vuelta para salir el techo baja y reduce el espacio hasta aplastarme. Cuando me despierto, tengo el impulso de llamar a Hernán para saber si está bien.

Sábado primero de enero. Paso fin de año en Constitución con Mia Antonella. Se tiran muchas bombas y fuegos artificiales el 31. Pero el 1 siguen. A la tarde queremos dormir la siesta, está cálido y se escuchan gritos de todo tipo y cada tanto una explosión. Constitución es como un pedazo del NOA, o de México o de Marruecos en la ciudad de Buenos Aires. ¿Año nuevo, tedio viejo? Le tengo más miedo al aburrimiento y sus consecuencias que a la muerte. Habiendo terminado mis libros del año pasado, empiezo a escribir una novela. La imaginé demasiado. Eso va en contra de la escritura pero es placentero empezar algo muy imaginado. El desafío está en escribir algo aún mejor que lo imaginado. (Acá hay un gran secreto de escritura, la forma en cómo se encara y se sondea ese espacio que va de la imaginación a la letra.)

Martes. Ayer puse una botella de champán en el congelador. Me la olvidé y reventó. ¿Preferiría recorrer en bicicleta una Rio de Janeiro silenciosa y postapocalíptica para festejar mi cumpleaños? Es posible. Hoy cumplo cuarenta y seis. Y voy a comprar algunos libros y otra botella de champán.