A pesar de la derrota de Juan Martín Del Potro en la final del US Open, hay algo a tener claro. Una lección a aprender. Y es la siguiente: no hay obstáculo que sea definitivo, cuando uno persevera. Del Potro se sobrepuso a lesiones, operaciones, viento en contra piscológico, y siempre sorprendió. Siempre se las arregló para volver de las cenizas, cuando medio país ya lo daba por muerto.

Del Potro nunca tuvo un don natural para el juego. Nunca fue, lo que llaman, un jugador estrella que saca magia en cada tanto. Lo suyo siempre fue la garra y el huevo. Y la capacidad para soportar resultados adversos y enderezar partidos que parecían inclinados al adversario. Del Potro fue –y lo sigue siendo- sinónimo de garra y de huevo. Al igual que Manu Ginobili, hoy ya en el retiro, quien a pesar de no tener altura demasiado competitiva, a pesar de haber nacido en un país donde el básquet es cosa de nerds, a base de temple, garra y también huevo, se posicionó en el panteón de los grandes jugadores de su generación.

Ni Ginobili ni Del Potro, tuvieron un don a la Messi. No hay videos infantiles mostrándolos ya de niños, puro talento. Descollantes. Nada de eso. Todo lo consiguieron con esfuerzo y sudor de camiseta.

A veces, en nuestra sed de encontrar ídolos buscamos sólo aquellos jugadores sobrenaturales. Aquellos con habilidad innata. Jugadores extraterrestres que parecen dados a luz en la misma cancha. Nos pasa así en todo plano: queremos, si hablamos de plata, una idea excepcional que nos haga millonarios. O una pegada laboral que nos salve. Una irrupción en youtube que nos haga célebres por siempre. Pero de esfuerzo, ni hablar. Y las ideas excepcionales, que las laburen otros. Queremos la gloria y el laurel sin sudor. El don sin entrenamiento. La habilidad sin el huevo. Queremos que nos llegue el reconocimiento, los millones y los pases de gol, sin mover un dedo.

Hay que aprender del legado tesonero y lleno de moraleja, de Del Potro y Ginobili: más vale huevo en mano, que gallina de oro volando.