No importa que este sea un mal año para la economía, que el gas y la luz se disparen, que los piquetes se multipliquen. No importa la ola de pedofilia que se revela en clubes de fútbol, ni que las mediciones de PBI y el índice de inflación no sean las esperados. No importa la suelta imparable del dólar, ni el clima neblinoso de nunca saber lo que va a pasar. Todo eso no importa porque este es año del Mundial de Fútbol y comparado con esto, todos los problemas y todos los asuntos se retiran y desaparecen como si nunca hubieran existido.

No hay borrachera más embriagante que un mundial. La gente hasta invierte una pila de dinero para pagarse un pasaje a Moscù e hipoteca cinco años de su vida pagando un viaje en cuotas infinitas, con la promesa remota de que la selección Argentina milagrosamente se concentre en ganar.

El Mundial inyecta el famoso espíritu mundialista donde, aquel que es poseído por él, se compra televisores enormes para los cuales ni siquiera cuenta con habitación que los contenga, ni billetera que los cubra. Se sumerge durante un mes en un sopor de duelos futboleros, ajeno a todo mal de la economía, paro del transporte y reclamo marital.

El mundialista se chifla, se nubla, se entusiasma por demás. Se empeda sin alcohol. Corea el himno nacional como si fuera, de pronto, granadero a caballo. Y ata con cadena su ánimo al destino fatal de su equipo.

El mundial nos endeuda. Nos aplaza trabajo que, terminado el torneo, deberemos completar. Y nos llena de expectativa colectiva febril y desbordante al divino botón.

Nos hace saborear en menos de un mes –y esta es la mejor parte-, cómo sería vivir en un país hermanado y unido en pos de un objetivo mayor. La macana que eso se termina muy pronto, y muchas veces con la frustración de un regreso derrotado y de capa caída. La sensación alarmante de haber caído en un hechizo que cuatro años más tarde, volverá a ocurrir.