Todo empezó con ese monstruo ensamblado al que nadie quería, ni siquiera su propio padre. Ese grandote con corazón tierno y destino trágico: Fankenstein. Luego, le siguió el Fantasma de la Ópera, enamorado, resentido y monstruoso. Más posesivo que romántico. Y más tarde, el príncipe transformado en bestia que a fuerza de buenos modales y atenciones, se ganaba el corazón de la bella. Pues la verdad es que, con lo flojo que viene la performance del ser humano últimamente, es comprensible que una chica de su casa termine enamorándose de una criatura mutante, o hechizada o ensamblada por un científico loco. O, como en la reciente premiada y poética, “La forma del agua” de una criatura anfibia capturada por militares.

Lo monstruoso siempre atrajo a la humanidad. Desde el culto a los freaks hasta la fantasía alienígena. Desde seres hundidos en el océano, hasta perdidos en el espacio. Desde seres con escamas hasta seres emplumados. Desde criaturas con cuernos a criaturas de cuatro patas. Ya los griegos y los romanos, tenían un culto a los humanoides. Al híbrido y la cruza de hombre y bestia. Señal de que algo, un amor dirán, siempre estuvo allí.

Por eso, “La forma del agua” del gran Guillermo del Toro –amante, claro está, de los monstruos también él-, produjo un sacudón mundial que reflejaron los premios Oscar. Un eco similar al del enamoramiento de esa criatura extrañamente celeste en la exitosa “Avatar”. Los monstruos llegaron para quedarse. Y siguen provocando, en cada entrega, a cada aparición de una nueva criatura, un sentimiento extraño de familiaridad.

No se sabe si o son los monstros que vienen cada día más bellos. O la competencia humana, que viene cada día más fea. Lo cierto es que, día a día los monstruos nos muestran lo monstruosos que somos nosotros, y los valores humanos que tienen ellos. Ya lo dice el refrán: el amor no tiene fronteras. Ni tampoco lo frenan las escamas.